Mariana
No existen palabras más allá de esa foto empolvada. Amarilla y, como todo lo demás en esa repisa, empolvada con la tierra que entra desde la calle. Esa foto, donde Mariana te sonríe, disfrazándose para su obra de teatro; te sonríe desde ese cuarto donde sólo hay un espejo y su disfraz y un mueble al fondo y su cara y tú con la cámara. El aire se puede ver y tocar, está colmado de ustedes y del amor que en esa época habría podido conquistar todo: se acaban de casar y en su cara se nota que estás enamorado de ella. Incluso ahora, siete años después, ahora que ya están separados, conservas esa foto donde Mariana está radiante. Hay más fotos: tú cargando a un JM recién nacido, Mariana y tú con él en su primer día de clases.
Las fotos se desempolvan cuando las toco, me escuchan llorar. Mariana sonríe para ti que estás del otro lado sosteniendo la cámara, que la ves desde donde yo la veo. Deberías estar aquí afuera, conmigo, pero no estás. Estás trabajando mientras supuestamente yo duermo un rato, pero también estás con ella en esa escena que significó tanto en tu vida, donde lo único que puedo hacer es entrometerme. Mariana, inmóvil, me destierra. Te sonríe, y a mí también, a través del polvo.
La foto está en la repisa al fondo, entre el desastre de tus revistas y tus libros. El departamento es tuyo ahora que ya no lo comparten, pero en un inicio fue de los dos. Nunca será mío, aunque sea donde me desvestiste la primera vez cuando dejaste tu colchón (ella se había llevado la cama) en el pasillo para que pudiéramos escuchar música; no importa cuántas veces piense en él: nunca será mí departamento, ni nuestro. Esa vez se me ocurrieron preguntas que no hice pero que muchos meses después contestarías con un silencio: “Pero no estás casado…¿o sí?”
Tus silencios ahora están tan empolvados como las fotos y todo lo que escondiste en el cuarto de tu hijo, al que me suplicaste (desde la cama, desde el pasillo, mientras yo en un acto de ternura quería conocer tu casa) que no entrara. Cerré la puerta porque sentí la desesperación en tu voz. Todavía no sabes que antes de hacerte caso ya había abierto la puerta un poquito, había alcanzado a ver las estrellas y pelotas rojas y azules que adornaban la pared de tu hijo. No sabes que después, por seis meses, me convencí de que las había imaginado.
Por mis papás y porque vives lejos y porque los camiones son caros sólo nos hemos visto diez días: cinco fines de semana repartidos en casi un año. Todos esos días están ahora amarillos y cubiertos con una capa de polvo pesado, una capa gruesa que viene de todos lados y no sólo de tu ventana.
El departamento está pintado de naranja, lleno de tus libros pero desprovisto de cualquier cosa útil: todo eso se lo llevó Mariana hace dos años; todo menos un refrigerador y la cama de su hijo. No se pudo llevar las estrellas y pelotas azules y rojas que ella y su hermana pintaron mientras estaba embarazada. Así como ahora me dejaste sola en tu casa también la dejaste sola a ella: estabas en el trabajo o en algún hotel, dejando de pensar en tu esposa para concentrarte en alguien más joven.
El departamento está vacío pero lleno de mis dudas. Después de ese primer fin de semana lo llené con la memoria cuando hablábamos por teléfono y me contabas qué hacías y dónde estabas, te imaginaba entre tus muebles y tus libros, queriendo armar tu casa con el recuerdo. Luego, en el segundo viaje, después de que me contaras todo, pude reconstruir tu vida: no escondiste nada y me dejaste ver las fotos y los imanes de la primera comunión de JM en el refri. Era el segundo fin de semana que pasamos en tu casa y me obligaste a compartirlo con tu hijo: yo no podía hacer ruido en la noche y él entraba corriendo en la mañana. Uno de esos días también me presentaste a Mariana. Cuando ya de regreso en el colchón tirado en el piso me preguntaste qué había opinado de ella, no te pude contestar y me fui a dormir a uno de los sillones de tu sala. No saliste a consolarme y me dejaste sola, arrinconada entre los juguetes de tu hijo.
El tercer y último fin de semana en tu departamento te fuiste a trabajar y me diste las llaves como si el departamento también fuera mío. Había llegado de sorpresa el jueves y no fuiste a dar clases en la mañana para estar conmigo, pero en la tarde me dejaste sola para que descansara. Tal vez tú estabas cansado; yo no. Decidiste que tenía que dormir y me dejaste sola pero después de veinte minutos de estar acostada viendo el techo preferí explorar tu casa.
Leí tus libros y miré tus estantes. Antes de que nos viéramos en persona me mandaste dos sonetos eróticos. Cuando te pedí que me los leyeras sacaste un libro y me lo mostraste. Quise encontrarlo, creyendo que recordaría dónde estaba. Cuando empecé a buscar vi una agenda traída desde España, del año en que te casaste, con el teléfono de soltera de Mariana. Había recordatorios en cada día y como nunca me dijiste la fecha de tu boda la quise encontrar entre tus notas. Busqué en noviembre y en diciembre y luego en octubre; no encontré nada porque no sé leer tu letra. La dejé y me puse a mirar las fotos de la repisa. Había muchas otras pero la que más se notaba era la de Mariana, disfrazándose para una obra, cuando todavía la querías (menos que a mí, dices) y cuando por alguna razón la quisiste contigo para siempre, para toda tu vida, hasta que la muerte los separe, y no antes como irían a decidir cinco años después.
Vi las fotos y pensé en la agenda y cómo habías anotado el número de Mariana: entonces no sabías que te ibas a casar con ella, que sería la madre de tu hijo, que se irían a separar porque la golpeaste. Cuando quise voltear para distraerme no pude más que pensar que ella había habitado todas esas paredes. Sin saber qué hacer volví a la cama para intentar dormir. Volví a recorrer la sala: estaban los juguetes de JM, las fotos de Mariana, hojas y hojas donde quizá había una carta de amor olvidada de hace muchos años: cosas que no me pertenecían. Solté un grito y luego otro y luego empecé a llorar.
Cuando escuché tu voz afuera alcancé a lavarme los ojos para no tener que darte explicaciones, pero estaba segura de que quedaba, entre todas las demás cosas, un eco de mi voz. Creíste que me lavaba la cara para quitarme el sueño.
Llegaste por mí, me viste en el baño, me pediste que te abriera la puerta. Luego me hice un ovillo en tu cama y tú no supiste qué hacer. Te pedí que me mostraras las fotos de tu infancia y sacaste una caja con todos los pedazos de tu vida que me interesaban: antes de México, antes de Mariana, antes de JM, antes de todas las otras novias con las que compito. Salimos mientras tú te enojabas por mi silencio y yo pensaba en todas tus otras vidas.
Al día siguiente cuando me despediste en la estación de camiones ya sabías que algo me pasaba pero no entendías porque no quisiste entender, porque nunca quisiste darte cuenta de que ese abrazo, tan fuerte y prolongado, iba a ser el último que me ibas a dar. En todo ese tiempo intenté pensar en ti, sólo en ti, y en lo bonitos que habían sido los días juntos. Cuando me subí al camión por fin me di permiso de recordar a tu esposa, a tus novias, a tu departamento lleno de la vida de alguien más.
Y la foto de Mariana, amarilla, empolvada, sigue en tu repisa junto a todas las demás. La única foto que tienes de mí está en la mesa del comedor: no estoy sola, salimos juntos y me abrazas como si no me quisieras dejar ir. Le da la luz de la ventana pero no le llega el polvo. Por el momento parece nueva, toda envuelta por el portarretratos de plástico, pero no va a tardar en empolvarse y volverse amarilla.