En la distancia
For a short while I thought only people I did not know died.
Jamaica Kincaid
Por miedo a deshacerse de las cosas que a veces sirven, mis papás envolvían la ropa vieja en bolsas de plástico y la colgaban en un clóset oscuro donde mi hermana y yo nos escondíamos. Jugábamos a ver quién aguantaba estar más tiempo: una se metía y la otra cerraba la puerta y apagaba la luz del cuarto. Nos obligábamos a sentir esa oscuridad asfixiante donde el plástico se pegaba más y más a tu piel hasta que no te podías mover. Pensábamos que si te quedabas ahí mucho tiempo te morías, pero sabíamos que te curabas con sal. Los muertos eran las personas a las que no les habían echado sal a tiempo.
Jugamos a meternos en el clóset, a empujarnos hasta el fondo, detrás de toda la ropa, a cerciorarnos que la que estaba adentro no tuviera luz. Jugamos hasta el día que mi hermana muy seria me dijo que la sal no servía de nada: morirte era lo peor que te podía pasar.
Nunca jugué con nuestra perra, pero en las noches golpeaba la puerta de vidrio para ver cómo unos ojos amarillos se acercaban felices a saludarme. Un día, cuando quise visitar esos ojos, mi hermana me dijo que no fuera. Ella era la grande, la poseedora de los secretos, la que entendía qué era la muerte. Sabía, sin deberme ninguna explicación, que Malena ya no estaba. Cuando me dijo subí corriendo para comprobarlo, imaginando que habría una montañita de tierra con ella adentro; un montículo inverosímil en el piso duro de la azotea. Lo único que estaba era su casa como cualquier día. Me imaginé ese montón de tierra en algún otro jardín.
Por mi infancia desfilaron peces, hámsters, pollitos, tortugas. Todos pasaron por mi cuarto en jaulas y peceras que desaparecían de un día a otro, dejando sólo un recuerdo fugaz y el terror de encontrar en una maceta dientes y caparazones infestados de hormigas.
Había tardes que mi hermana sólo me necesitaba si ella y una amiga querían ser maestras y les faltaban alumnos. Un día, mientras buscábamos papel viejo, encontramos el recorte amarillento de un periódico. Mi hermana me regañó y cuando vi una fecha y el nombre de mi abuelo me puse a llorar sin saber por qué. La amiga de mi hermana me preguntó qué pasaba. Le conté que el papá de mi papá se había muerto y nunca lo conocí. Me dijo que no llorara, que aunque a su abuelita le dio cáncer ella no estaba triste.
Cuando sonaba el teléfono a las horas de las malas noticias mi papá contestaba y se lo pasaba a mi mamá, serio. Después de un rato ella salía llorando a avisarnos que se había muerto alguna tía en Argentina, y yo siempre le preguntaba quién era porque para mí los nombres no evocaban ninguna cara.
Un sábado sonó el teléfono a una hora inofensiva. Cuando escuché la voz de mi mamá le empecé a pedir emocionada un juguete que vendían en Buenos Aires mientras ella, esforzándose porque no le temblara la voz, me pidió que le pasara a mi papá. Después de un rato él nos llamó y nos sentó en su cama, y cuando nos avisó que se había muerto la abuela nos pusimos a llorar. Me acordé de haber ido al supermercado con ella, de cómo le dolían los pies después de caminar veinte minutos. En ese momento entendí muy poco, pero muchos años más tarde el dolor de mi abuela me llegó de golpe cuando leí sobre una enfermedad que hacía que los pies hinchados se volvieran insoportables.
El sábado después de darnos la noticia mi papá nos llevó a Cuernavaca. Antes de salir busqué algo que se confundiera con la oscuridad de mi clóset, pero sólo encontré un vestido negro con flores blancas que había sido de mi hermana. Cuando llegamos el sol brillaba demasiado y el pasto era muy verde. Yo tenía calor y me picaba todo el cuerpo. El vestido, que me quedaba chico, no me dejó jugar con mis primas, pero me gustaba la incomodidad porque se había muerto mi abuela. Nadie se dio cuenta del color de mi ropa y aunque me quedé adentro intentando que me vieran triste no se acercaron a preguntarme si me sentía bien.
Cuando pasabas a la secundaria en mi escuela había que cambiar de edificio. Lo primero que veías al entrar era el mural para Odette en las escaleras. Nadie sabía de qué se había muerto, pero todos sabíamos que el mural lo pintó su novio. En la esquina se leía un poema que después de un rato me aprendí de memoria.
La hermana mayor de otra amiga de mi hermana se murió porque aunque le amputaron la pierna el cáncer ya se le había extendido por todo el cuerpo. Mi hermana me avisó con la voz entrecortada y se enojó porque no lloré con ella. Nunca conocí a Ariadna, aunque una vez la vi de lejos. Se balanceaba sobre las muletas y sonreía, feliz. Se murió en la época de los exámenes finales y pensé que en septiembre habría un mural para ella, pero cuando regresamos a la escuela Ariadna sólo quedaba en la imposible velocidad de un chisme.
Nunca entendí por qué mi mamá se ponía tan triste cuando alguien se moría, sobre todo las tías lejanas. Los muertos se iban de viaje mientras tú te quedabas esperando a que volvieran, hasta el día que te acostumbrabas a que ya no estaban. Cuando era muy chica mis abuelos me preguntaron por teléfono si los extrañaba y les dije que no: para mí no se podía extrañar a alguien si no estabas acostumbrada a verlo.
Después de que se murió la mamá de mi mamá yo casi no volví a Argentina a ver a mi abuelo. Era un hombre serio incapaz de alegrarse aunque hicieras algo bien. Yo sólo le hablaba en Navidad.
Me faltaba un año para entrar a la universidad y decidí llamarlo para que me dijera qué estudiar. Hablamos hasta que se hizo tarde y al día siguiente me fui a Acapulco a la casa de una amiga. Su abuelita era una viejita a la que había que escuchar fingiendo interés. Cuando por equivocación nos reveló su año de nacimiento me di cuenta que tenía la misma edad que mi abuelo. Lo quise volver a llamar pero me dio pena hacerlo desde la casa y nunca salí a buscar un teléfono público. Cuando volví mi papá me dijo que el abuelo estaba en el hospital. A pesar de la voz seria de mi padre yo me reí porque sabía que era parte de su rutina de hipocondriaco.
Al día siguiente me quedé dormida frente a la tele. Por encima del ruido blanco se escucharon los timbrazos del teléfono. Eran las dos de la mañana y sólo me paré cuando escuché la voz de mi tío en la contestadora. Desperté a mi mamá.
Estuvimos cuatro horas sentados en el sillón, viendo al vacío y esperando. Recordé el calor de Cuernavaca y la risa de mis primas. La luz de la sala era tan brillante que no pertenecía a esa hora de la madrugada. Lo único que pude decir fue “quiero ir” una y otra vez hasta que nos hablaron para avisarnos que ya se había terminado todo: el coma, el paro respiratorio, mi abuelo.
Cuando mi mamá y yo llegamos a Buenos Aires al día siguiente no hizo falta un vestido negro para que la gente que estaba en el velorio me diera un abrazo. En la superficie del ataúd dibujé con la mano la cara que estaba debajo de la madera. Imaginé a mi abuelo, tan serio como siempre, hundido en una oscuridad que tenía que ser peor que la de un clóset.