Wandering Rocks
el texto original está aquí. mi ensayo sobre esta traducción está aquí.
3
Un marinero cojo se amulató por la esquina de McConnell, rodeó el carrito de helados de Rabaiotti, y se jaló por la calle Eccles. A Larry O'Rourke, arremangado en la puerta de su casa, le gruñó enojado:
—Por Inglaterra...
Se meció violentamente frente a Katey y Boody Dedalus, se detuvo y gruñó:
—hogar y belleza.
A la cara blanca y cansada de J. J. O'Molloy se le informó que el Sr. Lambert estaba con una visita en la bodega.
Una mujer robusta se detuvo, sacó una moneda de cobre de su bolsa, y la tiró en la gorra que le estiraban. El marinero gruñó un agradecimiento, miró amargado las ventanas sordas, hundió su cabeza y se lanzó cuatro pasos hacia el frente.
Se detuvo y gruñó enojado:
—Por Inglaterra...
Dos granujitas descalzos que chupaban listones de regaliz se detuvieron junto a él mirando su muñón boquiamarillabiertos.
Se abalanzó con jalones violentos, se detuvo, miró hacia una ventana y ladró con voz grave:
—hogar y belleza.
El dulce y alegre trinar de un silbido interior se extendió uno o dos compases, se detuvo. La cortina se hizo a un lado. Una tarjeta Departamentos sin amueblar se cayó del cordón. Un brazo carnoso desnudo generoso brilló, apareció, proveniente de un fondocorsé y tirantes ajustados. Una mano femenina aventó una moneda por encima de los rieles. Cayó en la vereda.
Uno de los granujas corrió hacia la moneda, la levantó y la dejó caer en el sombrero del trovador diciendo:
—Tenga, señor.
5
La rubia de Thorton's tendió la canasta de mimbre con sábanas de fibra seca. Blazes Boylan le pasó la botella fajada con papel de china rosa y un frasquito.
—Primero éstos, por favor.
—Sí, señor —dijo la rubia—. Y la fruta hasta arriba.
—Perfecto.
La chica otorgó gordas peras prolijas, de pies por cabeza, y entre ellas maduros duraznos avergonzados. Blazes Boylan caminó por aquí y por allá con sus nuevos zapatos beige en la tienda afrutada agarrando frescos jugosos arrugados y carnosos jitomates, olfateando olores.
H.E.L.Y.’S desfiló enfrente suyo, asombrerados, pasaron Tangeir Lane, marchando hacia la meta. Se volvió de repente de una caja de fresas, sacó un reloj de oro de su cintura y lo sostuvo hasta donde la cadena no dio más.
—¿Los pueden mandar en tranvía? ¿Ahorita?
Una espalda oscura en el arco de los mercaderes miraba libros en el carro ambulante.
—Por supuesto, señor. ¿En la ciudad?
—Oh, sí. A diez minutos.
Sobre el mostrador Blazes Boylan escribió y extendió un papel.
—Lo antes posible, por favor. Es para un inválido.
—Claro que sí, señor.
Blazes Boylan tintineó las muchas monedas de su bolsillo.
—¿Cuánto me va a doler? —preguntó.
Los delgados dedos de la rubia exploraron las frutas.
Blazes Boylan se asomó al corte de su blusa. Una polluela. Tomó un clavel rojo del florero del mostrador.
—¿Para mí? —coqueteó.
La rubia lo miró de reojo, se levantó de todos modos, con la corbata un poco desarreglada, sonrojado.
—Sí, señor.
Arqueándose la chica exploró de nuevo las peras gordas y duraznos ruborizados.
Blazes Boylan se asomó a la blusa con más regocijo, el tallo de la flor roja entre los dientes de su sonrisa.
—¿Puedo decirle algo a su teléfono, señorita? —preguntó pícaro.
7
La señorita Dunne escondió su ejemplar de La dama de blanco en el fondo del cajón y enrolló una hoja vistosa en la máquina de escribir.
Tiene demasiado misterio. ¿Está enamorado de ésa? ¿De Marion? Cámbialo por una de Mery Cecil Haye.
El disco corrió por el surco, se tambaleó, se quedó quieto y los miró: seis.
La señorita Dunne tecleó:
—16 de junio de 1904.
Cinco hombres sándwich asombrerados entre la esquina de Monypenny y el pedestal donde no estaba la estatua de Wolfe Tone serpentearon volteando H.E.L.Y.’S y marcharon como habían venido.
Luego miró el póster de Marie Kendall, soubrette encantadora, y asintiendo distraída anotó dieciseises y eses mayúsculas. Cabello mostaza y mejillas pintarrajeadas. No es linda, ¿o sí? Cómo sostiene su faldita. Me pregunto si ese muchacho estará irá al muelle en la noche. Si pudiera lograr que la costurera me hiciera una falda acordeón como la de Susy Nagle. Tienen mucho movimiento. Shannon y todos los elegantes del club nunca le quitó los ojos de encima. Ojalá no me haga quedarme hasta las siete.
El teléfono grosero sonó.
—Hola. Sí, señor. No, señor. Los llamo después de las cinco. Sólo esos dos para Belfast y Liverpool, señor. Está bien, señor. Y me puedo ir a las seis si usted no ha regresado. Y cuarto. Sí, señor. Veintisiete y seis. Yo le digo. Sí: uno, siete, seis.
Anotó tres cifras en un sobre.
—¡Señor Boylan! ¡Hola! El caballero de Sport lo vino a buscar. El señor Lenehan, sí. Dice que va a estar en el Ormond a las cuatro. No, señor. Sí, señor. Los llamo después de las cinco.