Tempestad

el texto original está aquí. mi ensayo sobre la traducción está aquí.

[capítulo LV de David Copperfield]

Ahora me acerco a un evento de mi vida tan indeleble, tan espantoso, tan ligado por infinitas ataduras a todo lo que lo precede, que desde el principio de mi narrativa lo he visto crecer y crecer mientras avanzaba, como una torre en la pradera que arroja una sombra de mal agüero incluso hasta mi infancia.

Años después de que pasó seguí soñando con ello. Me han despertado imágenes tan vivas que la furia parecía invadir mi habitación callada en la noche tranquila. Sueño con lo ocurrido, aunque después de largos y espaciados intervalos, todavía hasta el día de hoy.  Lo asocio con cualquier tormenta, con cualquier mención de la costa; una asociación tan fuerte como cualquiera que haga con conciencia. Tan clara como mi visión intentaré que sea mi escritura. No lo recuerdo sino lo veo suceder: transcurre de nuevo ante mí.

Se acercaba del momento de la partida del barco de emigrantes. Mi nana (con el corazón roto por mis penas) vino a Londres. Yo estaba siempre con ella y su hermano y los Micawbers (ya que todos siempre andaban juntos) pero jamás vi a Emily.

Una tarde, pronta la partida, estaba solo con Peggotty y su hermano. Empezamos a hablar de Ham. Mi nana nos contó con cuánto cariño se había despedido de ella, lo callado que estaba. Era un tema del que esta mujer afectuosa nunca se cansaba, y nuestro interés por oír los cuentos de él que ella (que lo quería tanto) nos podía contar era equivalente al su interés por contarlos.

Mi tía y yo vaciábamos las dos casitas de Highgate, porque planeaba ir yo al continente y ella a Dover. Teníamos habitaciones en Covent Garden. Mientras volvía a pie tras una de estas conversaciones con Peggotty, pensé en lo que me había dicho Ham en mi última visita a Yarmouth; me arrepentí de mi idea de dejarle una carta a Emily cuando me despidiera de su tío en el barco y pensé que sería mejor escribirle ahora. Quizá desearía, pensé, tras leer mi carta, mandarle algún último mensaje a su amante desdichado. Debería dejarle esa oportunidad.

Me senté en mi escritorio antes de acostarme y le escribí. Le conté que lo había visto y que me pidió que le dijera lo que ya he relatado aquí. Lo repetí lo más fielmente posible. No necesitaba adornarlo, de haber tenido derecho de hacerlo. Su profunda lealtad y bondad no habían de adornarse, ni por mí ni por cualquier otro. La dejé con una nota para que la llevaran en la mañana y con un mensaje para Peggotty pidiéndole que se la diera a Emily, y me dormí al amanecer.

Estaba entonces más débil de lo que creía, y como me dormí hasta que salió el sol me desperté tarde y sin descansar. Me despertó la callada presencia de mi tía que sentí entre sueños como supongo sentimos todos estas cosas.

—Trot, querido —me dijo cuando abrí los ojos—. No sabía si despertarte. El Señor Peggotty está abajo. ¿Le digo que suba?

Le contesté que sí y éste pronto apareció.

—Don Davy —me dijo al darme la mano—. Le di a Em’ly su carta, señor, y ella le mandó ésta, y me rogó que le pidiera que la lea, y si no le parece mal, que hiciera lo que dice.

—¿Usted la leyó? —afirmó con la cabeza. La abrí y leí lo siguiente:

“Recibí su mensaje. ¡Ah! ¡Qué puedo escribir para agradecerle por lo bueno que ha sido conmigo!

”Grabé estas palabras en mi corazón y las guardaré hasta el día que muera. Son espinas puntiagudas, pero me sirven de consuelo. ¡Recé por ellas, recé tanto! Cuando veo lo que es usted, y lo que es mi tío, pienso lo que debe ser Dios y le puedo pedir.

”Adiós para siempre. Ahora, mi querido, mi amigo, adiós para siempre en este mundo. En otro mundo, si me perdonan, quizá despierte como niña y vaya con usted. Todas las gracias y bendiciones. ¡Adiós para siempre!”

Ésta, corrida con lágrimas, era la carta.

—¿Le puedo decir a Em’ly, si a usted no le molesta, que usted se hará cargo, Don Davy? —me dijo el Señor Peggotty cuando la terminé de leer.

—Sin duda. Pero estoy pensando…—

—¿Sí, Don Davy?

—Estoy pensando —dije— que iré a Yarmouth. Hay tiempo de sobra para que vaya y vuelva antes de que salga el barco. Todo el tiempo pienso en él, en su soledad…si pudiera darle esta carta, de su puño y letra, justo ahora; y que usted le pueda decir a ella, a la partida, que él la recibió, sería una bondad para ambos. Solemnemente acepto esta tarea, querido amigo, y no puedo sino asegurarme que llegue bien. No me molesta el viaje. Estoy inquieto, y qué mejor que moverme. Iré hoy mismo.

Aunque intentó disuadirme, me di cuenta que estaba de acuerdo conmigo, y esto, si es que yo necesitara convencimiento, lo hubiera logrado. Fue a la estación de carros y a mi nombre reservó un lugar. Por la tarde partí, de este modo, por el camino que he recorrido tantas veces, en tantas condiciones.

—¿No cree —le pregunté al conductor en la primera parada fuera de Londres— que ese cielo es impresionante? No recuerdo haber visto otro igual.

—Ni yo; no igual. Eso es viento. Habrá problemas en el mar, creo, en no mucho tiempo.

Era una confusión turbia —aquí y allí corrida con un color como el del humo de combustible mojado— de nubes voladoras, apiladas en montones tan altos que sugerían mayores alturas en las propias nubes que en lo que había bajo ellas, incluso hasta el fondo del rincón más profundo de la tierra, por los que una luna salvaje parecía tirarse de cabeza como si en un alboroto pavoroso de las leyes de la naturaleza se hubiera perdido y estuviera asustada. Había soplado viento todo el día y ahora aullaba. En una hora había acrecentado mucho, el cielo estaba más nublado, y hacía más ruido.

Pero, mientras avanzaba la noche, las nubes apretaron sus filas y cubrieron densas todo el cielo, ahora muy oscuro, y el viento aullaba cada vez más fuerte. Siguió aumentando hasta que nuestros caballos ya no podían enfrentársele. Muchas veces, en el trecho oscuro de la noche (estábamos a fines de septiembre y las noches no eran cortas), los guías se dieron la vuelta o se detuvieron por completo, y en varias ocasiones temimos que el coche se fuera a volcar. Veloces ráfagas de lluvia antecedieron a la tormenta, como lluvias de acero, y en esos momentos, de haber cobijo bajo árboles o muros protectores, gustosos nos deteníamos ante la imposibilidad total de continuar la lucha.

Cuando rompió el día soplaba todavía más fuerte. Ya había estado en Yarmouth cuando los marineros decían que llovía a cañonazos, pero nunca había visto algo así o que se le pareciera. Llegamos a Ipswich tarde, habiendo peleado por cada centímetro de terreno desde que dejamos Londres, y vimos mucha gente en la plaza que había salido en la noche por miedo a que se cayeran las chimeneas. Algunos, que se amontonaron en la posada mientras cambiábamos de caballos, nos contaron de las planchas de plomo que se habían despegado de la iglesia, fueron arrojadas a una callejuela, y la bloquearon. Otros nos dijeron que los campesinos que llegaron decían que habían visto árboles arrancados de la tierra y pajares completos desperdigados por los campos y caminos. Y aún la tormenta no disminuía, sino que soplaba con más fuerza.

Mientras avanzábamos con trabajo, cada vez más cerca del mar, de donde venía ese viento fatídico, su fuerza se volvía más y más terrible. Mucho antes de ver el mar nos rociaba los labios y llovían gotas saladas. El agua cubría las millas y millas de planicie vecinas a Yarmouth, y cada charco laceraba sus orillas y nos mandaba su horda de olitas. Cuando por fin vimos el mar las olas en el horizonte salían del gran abismo y parecían escenas de otra orilla con sus torres y edificios, y al llegar a la ciudad la gente se asomó a la puerta, de soslayo, con el cabello revolcándose, sorprendidos por el coche que logró llegar con ese cielo.

Me albergué en la vieja posada y fui a ver le mar, tropezándome por la calle salpicada de arena y algas y espuma voladora, temeroso de tejas que se pudieran caer, agarrándome de la gente que encontraba en las esquinas enojadas. Al acercarme a la playa vi no sólo a los barqueros sino a medio pueblo, escondidos tras edificios; algunos, a veces sorteando la tormenta enfurecida para acercarse al mar, zigzagueando de regreso a causa del viento.

Me uní a estos grupos y encontré plañideras cuyos esposos habían salido en barcos de arenques y ostras, de los que bien se podía suponer que se habían ido a pique antes de poder resguardarse. Viejos marineros, nerviosos, movían la cabeza mirando el agua y el cielo y murmuraban entre ellos; los dueños de los barcos estaban desesperados, los niños, todos juntos, miraban a sus mayores; e incluso viejos lobos de mar preocupados volvían sus lentes al mar desde sus resguardos, como si calaran al enemigo. 

El terrible mar, cuando por fin pude detenerme a mirarlo en la agitación del viento enceguecedor, la arena y piedras voladoras, y el horrible ruido, me apabullaron. Al elevarse las altas paredes líquidas y en su punto más alto desplomarse sobre la orilla parecían estar a punto de envolver al pueblo. La ola que se retiraba con un rugido ronco parecía tallar profundas cuevas en el suelo, como si intentaran socavar la tierra; grandes masas retumbaron y se desperdigaron en pedazos antes de alcanzar la tierra y cada fragmento del fenecido todo parecía poseer toda su fuerza y se apresuraba a formar otro monstruo. Montañas ondulantes se volvían valles, y valles ondulantes (con algún ave solitaria sorteándolos) se volvían montañas, masas acuosas retumbaban la tierra con un estrépito y cada forma rodaba tumultuosa, tan pronto formada cambiaba de forma y desplazaba otra; la costa ideal del horizonte, con sus torres y edificios, subía y bajaba; las nubes volaban densas. Me pareció estar ante una representación trastornada de toda la naturaleza. No encontré a Ham entre las personas quienes este viento memorable —pues aún se recuerda por allá como el peor que haya asolado la costa— había reunido. Fui a su casa. Estaba cerrada, y como nadie contestó mi llamada a la puerta me dirigí entre callejuelas y callejones al astillero donde trabajaba. Me dijeron que había ido a Lowestoft para atender una emergencia de reparación que necesitaba sus habilidades, pero que volvería al día siguiente.

Volví a la posada, y cuando me hube lavado y vestido intenté dormir, pero en vano: eran las cinco de la tarde. No había estado ni cinco minutos junto al fuego del salón cuando el mesero que vino a menearlo, para hacer plática, me contó que dos carboneros se habían hundido con todas sus tripulaciones a pocas millas de distancia, y que otros barcos luchaban intentando alejarse de la costa. ¡Dios les tenga piedad, exclamó, si nos tocaba otra noche como la pasada!

Estaba muy triste, muy solo, sentí unos nervios exagerados pensando que Ham no estaba. Estaba muy afligido, sin saber cuánto, por los acontecimientos recientes, y mi larga permanencia en el viento feroz me dejó abrumado. Había tal desorden en mis pensamientos y recuerdos que había perdido la clara noción de tiempo y distancia. Si hubiera salido no creo que me hubiera sorprendido ver a alguien que sabía estaba en Londres. Había una especie de descuido en mi mente, pero estaba ocupada, al mismo tiempo, con todos los recuerdos que el lugar despertaba, que eran particularmente vívidos.

En este estado la noticia de los barcos de inmediato se conectó, sin ningún esfuerzo de mi parte, con mis aprehensiones sobre Ham. Estaba convencido que regresaba de Lowestoft en barco y se había perdido. Esta convicción se volvió tan profunda que decidí regresar al astillero antes de la cena para preguntarle al capataz si creía que Ham volvería en barco. Si me daba cualquier motivo para pensar que sí, iría hasta Lowestoft para prevenir la catástrofe.

Ordené rápidamente mi cena y regresé al astillero. No fue demasiado pronto, pues el capataz, con un quinqué, cerraba la reja. Se rio bastante al escuchar mi pregunta, y me dijo que no había nada que temer: ningún hombre en sus cinco sentidos, o incluso fuera de ellos, zarparía en estas condiciones, y mucho menos Ham Peggotty, que nació para ser marino.

Tan bien sabía yo esto de antemano que me avergoncé de hacer lo que me sentí obligado a hacer y volví a la posada. Si tal viento podía soplar, creo que soplaba. El aullido, el sacudir de puertas y ventanas, el rugir de las chimeneas, el mecer del propio edificio donde estaba, y el prodigioso tumulto del mar eran más terribles que en la mañana. Pero ahora había además una gran oscuridad que vestía a la tormenta con nuevos horrores, imaginarios y reales.

No podía comer. No podía quedarme quieto, no podía concentrarme en nada. Algo en mí, haciendo un eco ligero con la tormenta, arrojó las profundidades de mi memoria y las volvió un tumulto. Sin embargo, en todo el correr de mi mente, que corría salvaje junto con el mar, la tormenta y mis inquietudes con respecto a Ham estaban siempre en primer plano.

Mi cena se fue casi intacta e intenté refrescarme con algo de vino. Inútil. Caí en un sueño seco ante el fuego pero sin perder la consciencia, ya por el escándalo de afuera o por el lugar donde estaba. Ambos se oscurecieron con un súbito horror indefinible, y cuando desperté —o más bien cuando logré sacudirme el letargo que me mantenía en la silla— todo mi ser temblaba con un miedo inasible.

Caminé de aquí para allá, intenté leer una vieja revista, escuché los terribles ruidos, miré las caras, escenas y figuras del fuego. Pero el constante tic-tac del reloj impasible me torturó al grado de hacerme ir a la cama.

Fue muy reconfortante, en esta noche, saber que algunos sirvientes habían decidido montar una guardia. Me fui a la cama, excesivamente cansado, pero en cuanto me acosté esta sensación cesó por arte de magia, y quedé bien despierto, con cada sentido alerta.

Me quedé así horas, escuchando el viento y el agua, imaginando y que se oían gritos, ya que oía disparos, ya que se caían las casas del pueblo. Me paré varias veces pero lo único que veía en la ventana era el reflejo de la vela que había dejado prendida y mi propia cara demacrada que me miraba desde el vacío.

Después de un rato estaba tan inquieto que apresuré a vestirme y bajé. En la cocina, donde vagamente se adivinaban cebollas y tocinos colgados del techo, los vigías estaban sentados juntos, alejados de la chimenea y cerca de la puerta. Una joven bonita con los oídos taponados con su delantal y los ojos fijos en la puerta pegó un grito al verme, creyéndome algún fantasma, pero los demás estaban más tranquilos y se alegraron de tener otro acompañante. Un hombre, haciendo referencia a lo que habían estado diciendo, me preguntó si creía que las almas de las tripulaciones de los carboneros hundidos ahora rondaban en la lluvia.

Me quedé ahí un par de horas. En una ocasión abrí la puerta y miré la calle vacía. La arena, las algas, los pedazos de espuma se revoloteaban, y tuve que pedir ayuda para cerrar la reja contra el viento.

Había un pesado pesimismo en mi habitación solitaria cuando al fin volví, pero estaba cansado y, al meterme a la cama, caí—de una torre y por un precipicio— a las profundidades del sueño. Tengo la impresión que aunque soñé que estaba en varios lugares distintos, siempre soplaba el viento en mis sueños. Al tiempo perdí ese débil puente con la realidad y estaba con dos grandes amigos (aunque no sé quiénes eran) en la lluvia de cañonazos del sitio de alguna ciudad. El rugido de los cañones era tan fuerte e incesante que no podía escuchar algo que me interesaba mucho hasta que por fin me desperté con gran esfuerzo. Era pleno día: las ocho o nueve, la tormenta asediando en lugar de los batallones, y alguien llamaba a mi puerta.

—¿Qué pasa?  —pregunté

—¡Un naufragio! ¡Cerca!

Salté de la cama y pregunté qué naufragio

—Un bergantín de España o Portugal, cargado de vino y frutas. Apresúrese si quiere verlo. Creen, los de la playa, que se destrozará en cualquier momento.

La voz exaltada bajó a gritos por las escaleras; yo me envolví en ropa lo más rápido posible y corrí a la calle.

Cantidades de personas corrían ante mí; todos íbamos en la misma dirección, a la playa. Yo corría con ellos, rebasando a la mayoría, y pronto me topé de frente con las aguas salvajes. Puede que el viento se haya atenuado para entonces, aunque no más que si de los cañonazos de mis sueños una docena de las miles se hubieran callado. Pero el mar, ahora con todo el escándalo de la noche anterior, era infinitamente más terrible que lo que había visto antes. Cada cara que había mostrado entonces ahora se había henchido, y la altura con la que las olas se lazaban, amontonadas, se arrojaban unas a otras, y se estrellaban, todo en huestes sin fin, era de lo más horripilante.

En la dificultad de oír algo que no fuera viento y olas, y en la multitud, y en la confusión indescriptible, y en mis primeros esfuerzos jadeantes de soportar el tiempo, estaba yo tan atolondrado que buscaba el naufragio entre las olas pero no podía ver nada salvo sus cabezas blancas. Un marino a medio vestir me lo señaló con su brazo desnudo (el tatuaje de una flecha señaló en la misma dirección), un poco a la izquierda. ¡Entonces, Santo Cielo, lo vi acercarse!

Un mástil se había roto, a dos o tres metros de la cubierta, y colgaba a un lado de la maraña de cuerdas y velas y toda esa ruina, mientras el barco se mecía —cosa que no dejó hacer por un segundo y con una violencia impensable— golpeaba el lado como si quisiera martillar algo. Se hacían algunos esfuerzos para cortar este pedazo del naufragio, pues el barco, que estaba a lo ancho, se había vuelto hacia nosotros. Claramente distinguí gente con hachas, en especial una figura con largos cabellos ondulantes, conspicuo entre los demás. Pero un grito, audible incluso entre el viento y el agua, salió de la orilla en este momento. El mar, de un golpe dejó la playa vacía, llevando consigo hombres, remates, arcas, planchas, baluartes, montones de tales juguetes al oleaje burbujeante.

El segundo mástil aún se erguía con jirones de velas y una salvaje algarabía de cuerdas sueltas hondeaba en el aire. El barco se había ido a pique una vez, dijo el ronco marinero a mi oído, y luego se había levantado y se había vuelto a ir a pique. Entendí, además, que se estaba partiendo a la mitad, y le creí, pues el vaivén de las olas era demasiado terrible como para que cualquier construcción humana pudiera soportarlo. Mientras hablaba se levantó otro grito lastimero de la playa: cuatro hombres se alzaban junto con el naufragio de entre las olas, aferrados al cordaje de lo que quedaba del mástil. Y hasta arriba, la figura activa con los largos cabellos.

Había una campana a bordo, y mientras el barco iba y venía, cual criatura desesperada al borde de la locura, ahora mostrándonos toda su cubierta mientras dirigía sus vigas a la orilla, ahora no más que una quilla mientras saltaba y se volvía hacia el mar, la campana redoblaba y su sonido, el metálico clamor de esos infelices, nos llegaba con el viento. De nuevo lo perdimos, de nuevo apareció. Dos hombres desaparecieron. La agonía en la playa aumentó. Los hombres gemían y apretaban las manos, las mujeres lloraban y volvían la cara. Algunos corrían desesperados por la orilla, buscando auxilio donde no existía. Me encontré entre ellos, implorándole a un nudo de marineros conocidos que no dejaran que las pobres criaturas perecieran ante nuestros ojos.

Me explicaron agitados —no sé cómo, pues lo poco que pude oír era indescifrable— que el salvavidas había salido una hora antes y ya no podía hacer nada, y que como ningún hombre estaba tan desesperado como para meterse con una cuerda a la cintura y establecer una línea de contacto, no se podía hacer ya nada. En ese momento una nueva conmoción sacudió a la multitud y vi a Ham emerger de ella.

Corrí hasta él, hasta donde sé, para repetir mi petición de auxilio. Pero, aún en mi estado mental, por una escena tan nueva y terrible, la resolución en su rostro, su mirar —exactamente el mismo que vi el día después que Emily huyó— despertaron en mí el conocimiento del peligro en el que estaba. Lo contuve con ambos brazos y le imploré a los mismos hombres a los que había pedido ayuda que no lo escucharan, que no se convirtieran en asesinos, ¡que no lo dejaran dar un paso fuera de la arena!

Otro grito surgió de la orilla y, volviéndonos al naufragio, vimos la despiadada vela, soplo a soplo, arrojar a uno de los hombres y enredarse triunfal alrededor de la vivaz figura que se mantenía solitaria en el mástil.

Ante tal escena, ante tal resolución como la del tranquilo hombre desesperado, líder de media multitud, más me hubiera valido negociar con el viento.

—Don Davy —dijo al tiempo que tomaba mis manos alegre— si ha llegado mi hora, ha llegado. Y si no, voy a resistir. Que Dios lo bendiga. ¡Que los bendiga a todos! ¡Compañeros, prepárenme! ¡Me voy!

Fui arrastrado, amablemente, a una distancia donde la gente a mi alrededor me contuvo. Diciéndome, como entendí confundido, que estaba decidido a ir, con o sin ayuda, y que yo sólo estorbaría las precauciones que estaba tomando al interrumpir a los que lo ayudaban. No sé qué contesté, o qué me dijeron, pero vi una conmoción en la playa con hombre corriendo de un cabrestante con cuerdas y penetrando un círculo de hombres que lo tapaban. Luego lo vi solo, en camisa y pantalones de marinero, con una cuerda en la mano (o amarrada a su muñeca), otra alrededor de la cintura, y varios buenos hombres sosteniendo, un poco más allá, aferrándose a ésta, que el propio Ham colocaba, suelta en la arena, a sus pies.

El barco parecía, incluso para mis ojos inexpertos, estar en las últimas. Vi que se partía a la mitad, y que la vida del hombre solitario en el mástil pendía de un hilo. Pero él se aferraba. Tenía un gorrito particular, no como de marinero sino de un color más fino, y mientras las planchas que se le interponían a la destrucción iban cediendo, y sus campanadas mortuorias sonaban, vimos cómo agitaba el gorrito. Lo vi hacerlo, y aunque estaba cada vez más distraído, su gesto trajo a mi memoria el viejo recuerdo de un muy querido amigo.

Ham veía el mar, solo frente a él, a sus espaldas del silencio de las respiraciones contenidas, frente a él la tormenta, hasta que una gran ola retrocedió. Entonces, con una leve mirada hacia los que sostenían la soga que abrazaba su cuerpo, corrió tras ella y en unos instantes estaba batiéndose con el agua, subiendo con las colinas y cayendo con los valles, perdido bajo la espuma. Regresó a la orilla y se apresuraron a jalarlo.

Estaba herido. Desde donde estaba vi sangre en su cara, pero no pareció importarle. Pareció dar instrucciones presurosas para que le dieran más cuerda —o eso juzgué por sus ademanes— y desapareció como antes.

Y ahora nadaba hacia el barco, subiendo con las colinas, cayendo con los valles, perdido bajo la espuma accidentada, llevado hacia la orilla, llevado hacia el barco, resistiendo con valor. La distancia era nula, pero el poder del viento y el mar la hacían una lucha mortal. Por fin se acercó al naufragio. Estaba tan cerca que con una de sus vigorosas brazadas se podría aferrar a él, cuando una alta inmensa montaña verde de agua, yendo a la orilla, desde el barco, pareció saltar hacia éste y el barco desapareció.

Algunos pedazos flotantes vi ene l mar, como si tan sólo se hubiera roto un barril mientras lo arrastraban. Había preocupación en cada cara. Lo jalaron hasta mis pies—inconsciente—muerto. Lo llevaron hasta la casa más cercana, y, nadie me lo impedía, estuve con él, ocupado, mientras cada auxilio posible se ensayó, pero había sido abatido a muerte por la ola, y su generoso corazón se detuvo para siempre.

Sentado junto a la cama, una vez que la ilusión se había ido y todo se hubo intentado, oí a un pescador, quien me conoció cuando Emily y yo éramos niños y desde entonces, susurrar mi nombre a la puerta.

—Señor, —dijo con lágrimas en su cara ajada por el sol que, con labios temblorosos, había palidecido— ¿puede venir conmigo?

Aquel viejo recuerdo que vino a mi mente estaba en su mirar. Le pregunté, aterrado, sujetándome del brazo que me extendía:

—¿Apareció un cuerpo?

—Sí.

—¿Lo reconoce?

No me contestó.

Pero me llevó a la orilla. Y ahí, en ese tramo donde ella y yo buscamos conchitas, dos niños—ahí, donde algunos fragmentos del viejo barco, asolado por el viento la noche anterior, se habían regado—entre las ruinas del hogar que destrozó—lo vi yacer con su cabeza sobre el brazo, como lo vi tantas veces recostarse en la escuela.