#MeToo en tres (¿o cuatro?) partes: 3

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[Este texto trata de violaciones. Leer con cuidado.]

 

Te despiertas sin saber por qué; te toma unos segundos reaccionar. Algo está mal. Abres los ojos y hay una luz enceguecedora. Un tipo te grita, te ata, te amenaza, saca un cuchillo o una pistola. Te desnuda.

Otra: de noche, sola, saliendo del metro. De repente te das cuenta que un tipo te está siguiendo, que no hay nadie en la calle. Apuras el paso, corres. Te alcanza. Te jalonea, te tira al piso. Sientes cómo hace a un lado las capas de ropa que le estorban.

La última: estás en una fiesta y de repente llegan unos tipos armados. Los amarran a todos, hombres y mujeres. Les quitan celulares, dinero, relojes. De a una, empiezan a llevarse a tus amigas a otro cuarto. Gritos, llanto, súplicas; gritos, risas amenazas. Son varios, cinco o seis, y oyes cómo se van turnando. Sabes que serás la próxima.

 

Violaciones todas, estamos de acuerdo. Hechos deleznables, violentos, que traumatizan para siempre: nadie te reclamará si duermes con las luces prendidas. Ésos tipos son los malos a los que persigue Liam Neeson en las películas. Pero echemos mano de los silogismos que aprendimos en la preparatoria: en todas esas descripciones hay violación, pero no todas las violaciones pasan así.

* * *

Una vez un tipo me correteó por la calle. En otra ocasión me siguieron hasta el súper y me estaban esperando a la salida. Un extraño me persiguió con su coche, pidiéndome que me subiera. Y claro que tuve miedo. Pero nunca he tenido más miedo a que me violen que en un encuentro de escritores.

El problema es que la sociedad nos enseña que sólo hay una manera de violar; el problema es que dejamos que el agresor defina qué pasó; el problema es que no admitimos las emociones, y menos las emociones de una mujer, como evidencia. Cuando Ted Bundy entró al dormitorio estudiantil en Miami y golpeó, penetró anal y vaginalmente con palos, y luego mató a golpes a tres mujeres, se sabía a sí mismo un violador. Pero cuando Brock Turner se llevó a una mujer que se estaba cayendo de borracha a un lugar en lo oscurito, se asumía como un seductor.

Mientras más escribo más claro me queda: “violación” es cuando lo decide la víctima; no es el sexo sino el contexto. Violación es cuando usan tu cuerpo sin tu permiso, sin importar qué tan permitido se sienta él.

* * *

En ese encuentro yo no conocía a nadie. En general nos juntábamos en una palapa, alrededor de una mesa tapizada de Carta Blancas. Nos llevaban y traían de lecturas y presentaciones, pero el tendido de redes amistosas, el establecimiento de una generación, y el networking era un poco más hedonista. Yo no conocía a nadie, pero en un esfuerzo de tender redes, networkear, y sumarme a mi generación literaria, ahí estaba.

No sé por qué, pero al principio le suelo caer mal a la gente. Estoy acostumbrada a que me releguen en las conversaciones y me hagan el fuchi. Pero también estoy acostumbrada a insistir, así que ahí estaba embutiéndome en toda conversación.

Cuando empecé a escribir sobre #MeToo (que destapó muchísimas cosas que ni yo sabía que cargaba), no me imaginaba que el acto de violencia al que más me he expuesto es el de las conversaciones. Es difícil de identificar, pero hay quien te excluye de una conversación con gestos sutiles: es la misma manera en que tratamos a un niño que por error se sentó en la mesa de los grandes. Es un ejercicio de poder, que nace del mismo rencor que cuando te manosean en el metro. Interrumpir, o ignorar un comentario, o no reírse (que en las conversaciones siempre es más por educación que por gusto). Es una manera de mostrar quién manda.

Y en este encuentro, en la palapa o en la camioneta o en las cenas, me di cuenta de cuánto rechazo había hacia mí, rechazo encabezado por un sujeto en particular.

Era un poeta de Hidalgo, y supuraba rencor, rencor que manifestaba haciéndome saber que yo no cabía en ese encuentro de escritores. Pero cuando se las arreglaba para que estuviéramos a solas, cambiaba. El enojo y el rencor eran el mismo, pero por lo menos era amable (o menos culero).

La última noche, con más alcohol y más música y el cansancio de tres días de encuentro acumulados, este poeta se me acercó, ya sin miedo a que sus amigos lo vieran. Por fin aceptó que desde que me había visto “le encanté”, y me dijo un hermoso cumplido salido del mismísimo amor cortés: “tienes unas chichotas”.

[Disclaimer: primero, que aunque ya he nombrado a dos acosadores, hay algo que me impide hacerlo en este caso. Ni yo entiendo por qué, pero por ahora preservaré su anonimato. Quizá es porque éste es el caso que más me expone a que me echen la culpa a mí, y yo en mi ingenuidad supongo que protegerlo me protege un poco.]

 Me fui a mi cuarto y poco después empezaron a insistir en la puerta, luego en el teléfono. Contesté.

Desde el momento del cumplido apabullante yo le había dicho al poeta “No va a pasar nada”. Se lo repetí mil veces, de muchas maneras. Al teléfono, me dijo que no podía dormir porque quería abrazarme y yo, desgastada, le dije que bueno. Le repetí que yo me iba a dormir.

[Y aquí empieza la parte a la que le tengo más miedo, donde me van a salir con que yo tengo la culpa porque le abrí la puerta, que ya estaba a salvo y yo solita me expuse.]

* * *

El tipo ya estaba sobre mí, tocándome y besándome. Yo insistía que no, pero él también insistía. Pensé que mejor podía yo cerrar los ojos e imaginarme que era alguien más.

Ahí empezó la violación.

El acto era el mismo, pero cambió mi manera de pensar. Me dije “Si tienes que fantasear es que de verdad no quieres que pase”. En ese segundo clave me empecé a sentir invadida, que mi cuerpo no era mío. Irrumpió, de la nada, la violencia latente del término “violación”.

Extendí la mano para ver si alcanzaba el teléfono, pero no. De todos modos, ¿a quién iba a llamar? Si gritaba, ¿qué tan gruesas eran las paredes? ¿A quién le podía decir algo? Luego me enteré que Rodrigo Castillo, el organizador del evento, en ese preciso instante y en su propio rincón alejado, acosaba a otra escritora.

De repente me paré. No sé cuál fue el gesto, pero el tipo se me quitó de encima. Quizá parecía que iba a ir por un condón, pero no. Lo siguiente tuvo más que ver con el espejo, con reconocerme a mí como persona, y era precisamente lo que tendría que haber hecho. En pocas palabras, lo emasculé: mi empoderamiento castró al monstruo, y de repente se encogió un metro; saltó de la cama como si se estuviera quemando y se puso los zapatos mientras me decía que yo tenía problemas y necesitaba ir con un psicólogo.

* * *

No hay ningún paso mágico para que no te violen. Suponer que existe un antídoto es, en el fondo, suponer que la culpa es de la víctima por no hacer lo que tenía que hacer. Me consta que es un ejercicio de poder, y que la mejor manera de evitarlo es quitándole ese poder al agresor. La chica que estaba en una casa a la que entraron con pistolas se salvó porque entró en un trance zen pensando “pueden hacer lo que sea con mi cuerpo, pero a mí no me pueden a tocar”. He escuchado que hay que fingir placer, pero la que le dijo a Joseph James DeAngelo que lo hacía muy bien sólo se ganó un “Ah, mira”. Lo mío  fue casualidad.

* * *

En el momento más romántico de Star Wars, Han Solo acorrala a Leia contra una pared. Ella le dice siete veces que no: que no le gusta, que la suelte, que no es su tipo; mueve la cabeza para esquivarlo, lo intenta empujar. Pero al final Han la besa, y ella se derrite. (La observación no es mía.)

A los hombres les enseñan que las mujeres no sabemos ni lo que sentimos: si decimos que no es para hacernos las difíciles, no porque no queramos. Ni siquiera: no es que no queramos, es que no sabemos que en el fondo sí queremos.

El héroe de las películas es el que insiste, el decisivo, el que sabe que ella lo quiere y está dispuesto a cualquier cosa. No la va a convencer, no. Va a mostrarle la verdad.

Ese poeta no se sentía un violador. Se sentía Han Solo, y yo era la fierecilla que había que domar, primero con insultos, y luego con besos. No es que fuera un encuentro no-consensuado: yo o no sabía o no quería admitir que lo deseaba.

 

De todos los escritores, académicos, intelectuales, fotógrafos, cineastas…en fin, de todos los machitos que estamos develando de a uno seguro hay muchos que sabían perfecto cómo usaban el poder, cual Harvey Weinstein. Los que golpearon saben que golpearon. Pero muchos violadores nunca se han dado cuenta que son violadores, porque ellos no amordazaron a nadie, no sacaron ningún arma, no te siguieron en la calle ni se metieron a tu casa como ladrones. Ellos se sienten Han Solo, y tú eras la Leia que se hacía la que no quería.

Tenemos que cambiar la definición de violación. La violación no empieza cuando el hombre

[sí, ya sé que las mujeres también violan, pero se la viven quejándose de “lxs” y “l@s” porque deberíamos saber que el masculino representa a toda la humanidad, hasta que una dice que los hombres violan y entonces resulta que “not all men”, ¿verdad?]

La violación no empieza cuando el hombre quiere; empieza cuando la mujer se da cuenta.

Aquí las otras partes de mi #MeTooEscritoresMexicanos