Club México

“No sabemos qué es lo mexicano”, pronunció una vez uno de mis maestros de la carrera. Quizá su opinión se podría obviar, sobre todo en este espacio, si no fuera que este maestro también resulta ser el traductor al inglés de Guillermo Arriaga, escritor y director mexicano famoso por su colaboración con Alejandro González Iñárritu y su trilogía de la muerte. Y no es que ser traductor de los guiones de 21 gramos y Babel doten a mi maestro de un aura de autoridad: me interesa recordarlo porque dijo esa conclusión mientras hablaba de los productos culturales (sobre todo cine y televisión) de nuestro país.

Las naciones como idea me interesan mucho, sobre todo cuando se trata de autodeterminación y autodefinición. ¿Qué hace a un país distinto del otro? Todo país tiene una idea de sí mismo y de qué lo constituye. Y las identidades nacionales se pueden construir a partir de un idioma, una religión (Israel y el judaísmo), una figura cultural (Shakespeare para los ingleses), un ideal abstracto (“libertad” para Estados Unidos), un sistema político (el socialismo, por ejemplo). Estas identidades sirven para dibujar una rayita, para poder decir “de aquí para acá somos ‘nosotros’, y después son ‘ellos’”. Es, en realidad, un concepto muy útil; pero esto no significa que todos los países tengan una identidad clara. Y, generalmente, los productos culturales más interesantes suceden en los países que no tienen bien definida su “esencia”.

Y es quizá la pregunta que se hizo mi maestro cuando se puso a filosofar sobre la mexicanitud, que es lo mismo que yo me pregunto ahora. La idea de definir a México no es nueva: ya lo intentó Paz en su ensayo El laberinto de la soledad, donde planteaba, entre otras cosas, la fuerza que tiene la figura de la chingada. También está esa idea del culto a los muertos, que aunque siempre me pareció como una folklorización impuesta, me he dado cuenta que es cierta. Pero, ¿qué hace que el cine mexicano sea mexicano? ¿Es una necesidad geográfica (es decir, que tiene que transcurrir en México? ¿Tiene que estar forzosamente en español? ¿Puede abordar cualquier tema o se tiene que ceñir a un puñado de temáticas y reproducirlas hasta el absurdo?

Tomemos, por ejemplo, una película filmada en México en la década de los treinta. La película retrata una fiesta popular, la lucha campesina, y tradiciones indígenas. Los actores son mexicanos y también los fotógrafos. Hablo de ¡Que viva México!, cuyo único inconveniente para participar en esta categoría es que su director (y sabemos que en el cine, que es un arte colaborativo, el realizador más importante es el director) no era mexicano sino ruso: Sergei Eisenstein, cuyas películas, en su mayoría, retrataban temas de la historia rusa.

Y, como contraparte, tomemos una película reciente. Se grabó en Estados Unidos, y su trama gira en torno a la obra literaria de uno de los escritores estadounidenses más emblemáticos del siglo xx. Además, sus temas principales parten de íconos de esta cultura: los superhéroes y la industria del estrellato. La página de Wikipedia la define como “a 2014 American superhero black comedy drama”. Me refiero, obviamente, a Birdman, que como espejo de ¡Que viva México!, donde todo es mexicano menos el director, tenemos una película donde nada salvo el director es mexicano.

¿Cuál de las dos películas es mexicana? ¿Ninguna? ¿Las dos? ¿Es mexicana la que habla de México desde afuera, o la que no habla de México pero tiene un autor mexicano? ¿Son mexicanas de la misma manera? Y, sobre todo, ¿importa que sean mexicanas? Creo que este ejercicio, que puede parecer un poco absurdo, es importantísimo, porque es importante empezar a definir en dónde reside nuestra identidad, y qué es México ideológicamente. Nosotros no tenemos un idioma propio, sino uno impuesto que además compartimos con todo un continente y un par de países más; ni siquiera somos el país que originó dicho idioma (mientras miles de idiomas propios están a punto de desaparecer por desuso). Tampoco nos podemos definir por un sistema político, o por un ideal. Nuestra religión, como el idioma, no es exclusiva ni originaria de aquí, y sobre todo somos un país con tolerancia religiosa donde no todos practican lo mismo. Si algo nos caracterizara, serían las tradiciones indígenas, que por un profundo sistema de discriminación están desapareciendo. Y creo que tener clara una identidad nacional es importantísimo para un proyecto de nación y para saber a dónde queremos ir. Y, pensando en todas las personas que creen que las humanidades son inútiles, la falta de identidad es un problema grave que se puede (o que se debe) solucionar desde la producción cultural, tanto artística como crítica.

 

“¡Qué orgullo ser mexicano!” puso más de uno en Twitter el año pasado, “¡Felicidades a Cuarón y a Lupita!”. La gente estaba emocionadísima porque le habían dado el Óscar a dos mexicanos: Alfonso Cuarón y Lupita Nyongo (muchos pasaron de largo el premio del fotógrafo Emmanuel Lubezki). Me sorprende, en primer lugar, la retórica: ese orgullo no es una felicitación sino una adjudicación: el orgullo hace que el logro sea también nuestro. Pero, sobre todo, es interesante la adjudicación del premio de Nyongo.

He de confesar que yo me enteré quién era esta actriz el día de la premiación, y sobre todo por una curiosidad terrible de saber la genealogía detrás de los nombres, y resulta que Nyongo se llama “Lupita” porque en la tradición Luo se le da a los niños un nombre representativo del día que nacieron, y ella nació en México mientras su papá era profesor invitado en el COLMEX. Ella vivió apenas un año en México antes de volver a Kenia, y si habla español es porque a los 17 años regresó a México a aprenderlo en la UNAM. Creció y se formó en Kenia, estudió en Yale, y trabaja y radica tanto en Kenia como en Estados Unidos. Y sin embargo Wikipedia la nombra “la primer actriz mexicana en recibir un Óscar”.

No tengo el privilegio de saber si la actriz tiene los dos pasaportes y se forma en la fila de “mexicanos” en el aeropuerto, y tampoco le voy a negar el derecho que da nuestra constitución de jus solis. Lo que me sorprende es la gente que inmediatamente decidió adjudicarse el triunfo de Nyongo como propio al declararse orgullosos de su triunfo. Y es que es distinta la felicidad que el orgullo. El orgullo es algo que sentimos cuando las cosas nos salen bien, o lo que sienten nuestras mamás en el mismo caso. El orgullo parte del amor propio, y está intrínsecamente ligado a la identidad. Creo que sólo nos podemos sentir orgullosos de algo que nos pertenece, y por eso me preocupa que nos enorgullezcamos de los logros de otros. ¿Debemos estar orgullosos de que Cuarón haya ganado un Óscar y de que por segundo año consecutivo un mexicano esté nominado (por no aventurarme a pensar qué pasará si González Iñárritu gana)?

Me preocupa la velocidad en la que saltamos a la sinécdoque: si algo es mexicano inmediatamente representa a México (el mejor ejemplo que se me ocurre es cómo todos salieron a defender el uso de la palabra “puto” en el mundial, porque claramente era una tradición milenaria de nuestro país). Me preocupa esta inocencia que cae casi en la credulidad de suponer que todo lo que se relacione con México nos ha de dar orgullo. Porque una cosa es sentir orgullo de lo mexicano, otra cosa es sentir orgullo de todo lo que tenga un componente que en algún momento pisó el ombligo de la luna.

Pero como dice un amigo, “México no está nominado. Está nominado alguien que salió de México para hacer sus cosas”. No creo que haya que exigirles a Alfonso Cuarón, Guillermo del Toro, o Alejandro González Iñárritu que se queden en México (después de todo, no se puede negar que si se hubieran quedado no tendrían el reconocimiento ni el dinero que les ha permitido desarrollar sus proyectos, cada vez más ambiciosos). Tampoco creo que se les deba exigir que trabajen en español, o que se dediquen a temas “mexicanos” (que además muchas veces rayarían en la caricatura de los muertos, como sucedió recientemente con una película animada, y que parece que más que rendir homenaje a las tradiciones mexicanas, las abaratan y simplifican para poder comercializarlas en el “mercado internacional”).

Creo que estos directores (y actores como Salma Hyek o Diego Luna y Gael García Bernal) están en su derecho de aprovechar las oportunidades que se les han puesto en frente. Lo que me preocupa es que saltemos rápidamente al “orgullo porque son mexicanos”. Me daría orgullo si fueran como Almodóvar, o Benigni, o Fellini: directores que han sido capaces de torcerle el brazo a la Academia, que han logrado salir de esa categoría de premio de consolación que es “Película Extranjera”, para ser reconocidos en otras categorías (de dirección, guion, y música, entre otras). Éstos son directores que hacen que la globalización cultural se tambalee un poco. Pero, aunque me gusten las películas que Cuarón, Iñárritu, y Del Toro hacen, nunca voy a sentir orgullo porque sus trabajos más recientes estén nominadas al óscar. Porque sí, ellos han logrado salir de la categoría de “Película Extranjera”, pero no extranjerizando a Hollywood sino hollywoodizándose ellos. Y quizá la prueba más reciente es cómo González Iñárritu ha dejado su nombre (incómodo e incluso incomprensible para la cultura anglosajona) para convertirse simplemente en “G. Iñárritu”.