Gruoch

Abajo, un bosque se acerca al castillo lentamente: detrás se esconden sus dos peores enemigos. Ha matado padres, esposas, hijos, y ellos han jurado venganza: no hay escapatoria. Él espera desde arriba: tan alto que no ve lo que pasa, sólo espera.

El doctor ha venido a ver a la reina. En medio de todo él está preparado, con la armadura puesta y la espada afilada. Su sirviente va y viene con noticias.

Abajo, un mensajero ha llegado al castillo, entra al recinto abandonado: las puertas cuelgan de sus bisagras y los ratones se comen el pan abandonado en las mesas.  

Ella se lava las manos, en su cuarto. La observan pero ya ha olvidado que la observan. ¿Dónde está el agua, dónde están los perfumes? Una y otra vez se lava las manos corroídas por el agua fría, helada, que nunca es suficiente. ¿Quién iba a saber que el viejo tendría tanta sangre? Otra vez, se lava.    

El mensajero atraviesa el patio desolado: incluso antes de que las personas fueran desalojadas por la guerra ya no había casi nadie. Quedan casas abandonadas, algunos perros, basura descompuesta. Se siente el frío de la noche en pleno día.

 

…y todavía queda una mancha. Una, dos. Es hora de hacerlo. ¿Miedo, miedo de qué? ¿Acaso no eres un soldado? ¿Quién habría imaginado que el viejo tenía tanta, tanta sangre? ¿Y tus amigos, y sus familias? Alguien, alguna vez, tuvo una esposa. ¿Dónde quedó? ¿Qué, estas manos, tan chicas, nunca quedarán limpias?

El médico sale, junto con la dama de compañía. Discuten, afuera de su cuarto, aunque ella le asegura que la señora no escucha.

Ella sigue, adentro, lavándose las manos. Lo que se hizo no se puede deshacer, le dijo. Le dice, todavía, mientras se lava las manos, estas manos que todavía huelen a sangre, que no se pueden perfumar. Esas manos que no podían actuar mientras los ojos las vieran. Lo hecho no se puede deshacer, ¿pero por qué tanta sangre? El agua salpica la vela y se queda en una penumbra espantosa.

Su dama habla con el doctor. Entiende lo que ella dice entre sueños, sospecha por qué no puede estar sin una vela siempre prendida. El doctor indaga pero ella no quiere decir todo lo que sabe.

Adentro, la penumbra. Ella, muerta de miedo, busca. Tienta la puerta pero no la quiere abrir: detrás se escuchan voces. El día, el mes, el año está oscuro: no entra luz por las ventanas. En una mesita encuentra una vela y los instrumentos para prenderla. Intenta con manos frías, desgastadas, envejecidas antes de tiempo. La vela prende, pero no es suficiente.

 

El mensajero atraviesa los salones, sube escaleras, siempre más alto. El mensaje es urgente: ya están aquí. Y detrás de ese mensaje, otro: ningún ejército lo apoya. Tendrá que defender el castillo solo. Conoce el camino: siempre más alto, más alto, más alto. Sube las escaleritas apenumbradas lo más rápido posible. En el camino no ve a nadie: los sirvientes también se han ido. En el castillo quedan aquéllos de los que no se puede prescindir, los que tienen tanto miedo o han estado tan cerca del Rey que saben que irse sería peor.

 

Una vela, y otra vela. Y otra. Pero no es suficiente. El doctor se ha llevado a su acompañante. La conferencia termina y el doctor sube, cada vez más alto, a reportar lo que ve. La dama regresa, despacio. Del otro lado de la puerta y a un pasillo de distancia imagina escuchar grititos de alegría.

Más velas, todas las velas. Ya no quedan velas y sin embargo no es suficiente: sigue estando muy oscuro. Tal vez si se lavara las manos con más luz podría por fin limpiarlas por completo. Se acerca a su cama, quema una de las cortinas que la rodean. Sí, así está mejor. Lávate las manos, desvístete, no te veas tan pálido. Ella prende un tapiz, luego el otro. Por fin hay suficiente luz, pero afuera sigue oscuro. Lávate las manos.

Empieza a lavarse las manos, y sigue. Se abre la puerta y su dama de compañía ve un cuarto en llamas. Entre el humo puede distinguir una figura vestida de verde que se lava las manos mientras se ríe: ya está, ya está. Lo ha logrado. Se ha lavado las manos, por fin. Alguien la llama, alguien desde la oscuridad a la que no quiere pertenecer, nunca más. Pero no es su nombre. Ella es Grouch. Ya no quiere ser la reina, ya no quiere ser la dama del castillo, ya no quiere tener el nombre de su esposo. ¿Y él? Hay que decirle: ya sé cómo se lavan las manos, ya sé cómo se limpia la sangre, ya no es necesario todo el mar para quitar esta mancha. Tiene que decirle, ¿dónde está? La llaman,  pero no es él.

No hay nadie, nadie en este castillo que ayude a apagar el fuego, que pueda rescatar a la Señora. Toda el agua está adentro, con ella, entre las llamas. La dama corre, sube, a la torre más alta, donde está el Rey con los pocos asistentes que quedan. Detrás de ella escucha los pasos de alguien más.

El mensajero corre, sigue subiendo. Arriba rebotaban las voces de dos personas: un hombre y una mujer hablan rápido y muy callados: discuten algo importante. Sus voces retumban en el castillo enorme y vacío y bajan por las escaleras, lo alcanzan. Luego escucha pasos de alguien que está adelante de él, primero pasos pesados que se ahogan, y luego unos pasitos rápidos y desesperados que corren mucho más rápido que él. La escalera interminable, la piedra fría, la soledad, amplifican las voces, conservan los ruidos mucho después de que hayan sido ejecutados.

¿Cómo decirle, cómo explicarle que ya lavó la sangre? Su cama y los muebles y pedazos del techo se han ido cayendo, todo con luz, con tanta luz. Ahora hace calor: tiene calor por primera vez en su vida. Lávate las manos, vístete, no te veas tan pálido. Ven, ven, ven, ven. Dame tu mano. Abre una ventana y afuera empieza a amanecer. La luz todavía no llega al castillo, pero el bosque resplandece como si fueran las dos de la tarde. Ven, ven, ven. El cuarto está completamente iluminado, pero hace demasiado calor. Ella está completamente iluminada: ya no hay oscuridad. Alguien toca a la puerta, ven, ven, ven, ven. Lo que se hizo no se puede deshacer.

Salta.

 

Él escucha un grito. Antes, hace mucho, se hubiera horrorizado con un grito así en medio de la noche. Recuerda una campanada lejana en otro castillo, hace mucho tiempo. Recuerda el sonido pero no puede recordar el sentimiento. Recuerda el silencio de la noche, la puerta, las dagas imaginarias, la campanada. Y con la campanada la puerta, el otro Rey que se despierta con sus pasos, ahora acelerados y pesados, el Rey que se asusta y se incorpora, que lo ve, que lo ve clavarle una daga en el estómago, que lo ve clavarle otra en el corazón, que intenta preguntar qué hace, los sirvientes que no se despertaron con el ruido, el horror de las voces que empezaron a hablarle: has asesinado al sueño. En una noche así un grito lo podría haber asustado, pero ahora ha olvidado el sabor de todos los miedos. Regresa su sirviente. ¿Qué era ese grito?

La Reina, señor, ha muerto.

 

El mensajero ha llegado, está en la torre más alta, después de escuchar voces y pasos y ver de reojo unas habitaciones que se queman. Escucha un grito terrible pero sigue adelante, el mensaje es urgente.

 

Noticias urgentes, tiene que hablar con el Rey. Pero no lo dejan, el Rey está ocupado. Habla solo mientras las ventanas del castillo se empiezan a iluminar.

El bosque se mueve, el Rey entiende su significado. Baja las escaleras, todas las escaleras, corriendo, y todos detrás de él. Recibirá al bosque y a sus enemigos en la puerta. Los demás huyen del fuego.

 

Entre la basura los perros levantan la cabeza, escuchan con atención los ruidos, olfatean, miran. Algunos se acercan a la puerta del castillo y ven al Rey salir, espada en mano, con el destino en frente suyo. Bajan la cara: ya habrá tiempo para todos los demás cadáveres; por el momento se contentan con el cuerpo deforme de una mujer quemada. Mañana, y mañana, y mañana.