Fototaxia negativa
Saqué uno de mis libros de poesía. Un Cummings de tapa dura, pesado, caro. Difícil de conseguir, edición especial. Caminaba por el lomo una gotita negra, como de tinta. Lo primero que pude hacer fue aventar el libro al piso y se abolló la tapa. Mi hijo de diez años me había despertado con un grito. Me asusté, prendí la luz. Pensé que había alguien en la casa. Estaba al lado de la cama, sosteniendo un libro. Por las hojas había visto un bicho muy feo, me dijo. Ya no estaba. Le dije que se fuera a dormir. Me asustó mucho y lo regañé.
Lo hice ordenar su cuarto. Los libros que le había regalado mi madre estaban todos medio mordisqueados en las esquinas, y ahora este bicho que caminaba solitario entre mis estantes.
Empezaron a aparecer en la cocina un día que llegamos del cine y al prender la luz estaba uno paralizado al lado del refri. También había en el baño, correteando debajo del lavabo. Al principio salían sólo de noche. Ni siquiera salían, más bien los encontrábamos de repente en los libreros. El departamento tiene una sala con estantes, que es propiamente la biblioteca, pero también tengo libros regados en el piso, pegados a los pasillos en pilas y columnas. Hay libros en el cuarto extra, mi estudio, y los libros de JM al lado de su cama. La mesa del comedor está regada de papeles, y en mi cuarto hay cajas de cartón en vez de muebles. Esos bichos comen celulosa.
Cuando nos separamos, mi esposa dejó la cama de JM para cuando se quedara a dormir. Yo lo extrañaba, pero su madre decidió que lo mejor era que sólo se quedara los fines de semana. Aunque ella de repente salía con algún hombre —JM me contaba molesto—, yo no había conocido a nadie. Los únicos que vivíamos en mi casa éramos los bichos y yo.
El sábado en la tarde, cuando JM llegó de casa de su madre, fuimos al supermercado a comprar insecticida. “¿Para qué?” preguntó la señorita encargada del pasillo. Le explicamos lo de los bichos y nos dijo “Ah, son piojos de papel. Mejor llamen a un fumigador”. El señor llegó, vio los estantes, vio las manchas descoloridas por la humedad de mis paredes naranjas. JM le mostró los libros de su abuela y las puntas roídas: “lo que ustedes tienen son peces de plata”. La cotización fue muy alta; mejor guardamos en cajas los libros más viejos.
El pez de plata (Lepisma saccharina) es una especie de insecto tisanuro (del griego thysanos, “fleco” y oura, “cola”) con una pronunciada fototaxia negativa (huye de la luz). Son largos y aplastados como gotas de agua que desde lejos se ven negros, como manchas de tinta que corren de un lado a otro. La longitud de un pececillo de plata, sin incluir sus extremidades, es de cerca de un centímetro. El brillo metálico de su cuerpo se debe a sus escamas plateadas, que aparecen después de su tercera muda. Un pez de plata adulto es, en efecto, plateado: de un plateado opaco, que aunque resplandece de cerca, a la distancia sigue pareciendo una mancha negruzca. El nombre deriva de este brillo gris metálico y de su agilidad. Su rapidez y odio por la luz hacen que sea difícil encontrarlos. Las lepismas viven de materias vegetales diversas, como moho, papel y alimentos amilosos, como la goma de encuadernación. Es difícil verlos, a menos que uno viva rodeado de libros. Corren tan rápido que parecen nadar.
Empezaron así: saliendo de noche, corriendo, escondiéndose debajo del lavabo si de repente prendíamos la luz del baño oscuro. Si, como en la cocina, no tenían en dónde esconderse, se quedaban paralizados. Entonces era muy fácil matarlos con un zapatazo. A mí no me molestaban tanto, pero JM los odiaba. Me convenció de comprar una trampa con pegamento. Llegó el sábado en la noche con algo en la mano. Le mostré la trampa, limpia, para convencerlo de que no había tantos bichos como él pensaba. Acercó el puño cerrado y dejó caer un pedacito de papa: según Internet así los podía atrapar. El domingo en la mañana me fue a despertar para que revisáramos la trampa juntos. No había nada.
Yo ya conocía a Mónica de las veces que la había visto en librerías. Me dijo que le gustaba firmar libros como si fuera el autor, a veces con dedicatorias. Luego los acomodaba para que los clientes creyeran que se estaban llevando un ejemplar único, invaluable. Nunca los vi. De todos modos, de tanto encontrármela le invité un café. Diecinueve años; no estudiaba. No logré averiguar qué hacía y envuelto en celos terribles siempre le quise preguntar pero nunca pude. Tenía la sensación de que cualquier pregunta haría que se fuera de mi departamento y dejara de contestar mis llamadas. Se dedicaba a pasar las tardes conmigo. Nunca supe qué hacía en las mañanas o los domingos, ni qué solía hacer antes de conocerme. Al principio contestaba mis preguntas con risitas, luego con miradas y silencios.
Yo veía muy poco a mi hijo: tres días a la semana y las noches del sábado. Mónica prefería verme los días que JM no estaba. No la culpo: no era necesario que hablara para entender su cara el sábado que fuimos los tres al cine. JM entró corriendo a la casa, sacó la trampa pegajosa de abajo del librero. Estaba llena de bichos: se podía ver cómo se habían ido apilando uno sobre otro, cómo habían usado los cadáveres que iban quedando pegados para acercarse más a los pedazos de papa en el centro. De verdad eran muchos más de los que me había imaginado.
Empezaron a aparecer más: ahora había filas que atravesaban la cocina, un día maté nueve en el baño; debajo de un cuadro vi muchísimos reunidos; los empezamos a ver también por las tardes. Ya no alcanzaban los zapatos para matarlos: corrían y se escabullían detrás de algún mueble o en la pared. Un día vi a uno dejarse caer para correr a esconderse. JM llegó con una botella de cloro de su mamá. Tenía atomizador y se pasaba las tardes revolviendo la casa, llenando de cloro lo que pudiera. Con el cloro, los peces de plata primero se retuercen, luego muertos flotan dejando atrás su capa plateada. A JM le encantaba verlos sufrir.
Los días que no estaba JM, Mónica llegaba a mi casa. Yo tenía que trabajar, leer, escribir. Ella se sentaba en el sillón, sacaba su pluma, y empezaba a escribir cosas en su pie. Mi nombre, letras sueltas, palabras, cosas que pensaba, nombres sacados de los lomos de mis libros, dibujos geométricos. Desde la mesa donde trabajaba parecía que su piel blanca se llenaba de gotas de tinta alófanas. Cuando terminaba de trabajar, yo me sentaba junto a ella y empezaba a acariciar sus pies, a lamer la tinta que subía hasta sus muslos.
Aunque la conocí en la librería cuando llegaba a mi casa no le interesaba leer. Tampoco hablaba mucho. A veces yo le contaba algo, pero ella se dedicaba a escucharme y dibujarse. Un día le pedí que firmara mis revistas, mis libros, los que mi madre le había comprado a JM, pero nunca me hizo caso. Yo llenaba los silencios con mi historia.
Cada vez había más peces de plata. Los empezamos a ver aunque hubiera luz. Se escabullían y se escapaban, pero era había tantos que no importaba si matábamos a uno. Descubrí que no estaba mi Hughes: sólo quedaba un hueco en la H del estante y un pedazo de la tapa verde, roída por todos lados. Empecé a ver esos huecos en toda la casa: en la biblioteca, los pasillos. En la mesa había papeles a medio roer, le faltaban partes a mis libretas, desaparecía gente de las fotos.
Había pasado más de un mes desde el incidente de la cocina. Estaban en toda la casa, hasta en mi cuarto. Si en las noches dejaba de besar a Mónica y volteaba a la pared, encontraba a los bichos mirándome, pero ya no me importaba.
JM estaba cada vez más enojado. Nos sentamos frente a la computadora para averiguar qué hacer. Los artículos decían que había que evitar que se reprodujeran. Cuando llegamos a la parte que hablaba sobre la vida sexual de los bichos, JM y yo no nos dijimos nada, pero después de eso me dejó de ver a la cara.
Debido a su naturaleza nocturna, la fecundación del pececillo de plata sólo se conoció recientemente. El macho produce un espermatóforo que adhiere colgante a un hilo tensado que pende desde algún objeto vertical. Conduce a la hembra mediante maniobras de cortejo a tropezar con el espermatóforo. La hembra lo recoge con sus cercos y lo lleva hasta la abertura genital, donde lo introduce y se produce la fecundación.
Ya era imposible frenar la invasión. JM llegaba más tarde los sábados. Se dedicaba a matar todos los bichos posibles, pero cuando él no estaba yo me dedicaba a Mónica. Los peces de plata empezaron a ennegrecer el suelo en la noche y mancharlo de día. Ella seguía dibujándose cosas en las piernas, escribiéndose. Los peces copulaban en silencio por toda la casa mientras Mónica gemía en mi cuarto.
El último sábado que JM fue a visitarme encontró su cama llena de peces de plata. Quiso dormir conmigo, pero le dije que Mónica podía llegar esa noche. Se fue a dormir al sillón y después de eso no volvió.
Ella estaba más tiempo conmigo, sobre todo ahora que JM ya no iba. Había peces de plata en todos lados: entre mis papeles, en mis lápices, en las botellas de cloro que mi hijo había dejado por la casa. Ella cada vez se dibujaba más cosas, se ennegrecía más la piel.
Una tarde saqué un lápiz y un pez de plata bebé casi transparente me empezó a caminar por la mano. Lo aplasté y miré a mi alrededor. Mi estante de poesía estaba casi vacío, las torres de libros de los pasillos se habían desmoronado, en el piso había una alfombra de bichos negros y papeles a medio comer, la televisión de mi cuarto se había caído de la caja de cartón vencida. Me acerqué a Mónica, que estaba como siempre en el sillón. Le hice una pregunta que no me respondió, la miré a los ojos. Me comenzó a besar mientras yo acariciaba sus piernas entintadas; tomó mi brazo y viéndome fijamente a los ojos comenzó a dibujar en mi piel. Se detuvo, me examinó, y tomó uno de mis pies descalzos. Empezó a dibujar de nuevo. Detrás de ella había un pez de plata caminando en la pared. Zafé mi brazo para matarlo: ya eran demasiados. Cuando la quise volver a besar me detuvo. Me miraba y sus ojos no me dejaban pensar.
Después de un rato se paró, se puso los zapatos, y llegó hasta la puerta cuidando no pisar a ningún pez de plata. Salió antes de que yo supiera qué hacer.
Los alimentos favoritos del pececillo de plata son los que contienen almidón u otros polisacáridos. También papel viejo, azúcar, cabellos, caspa y suciedad. Pero no despreciará sustancias como algodón, lino, seda, e incluso insectos muertos o su propia exuvia (piel mudada). Conducido por su hambre, un pececillo de plata puede incluso darse un capricho con ropa de piel.
Recorrí mi casa con la mirada: ya no era mía. Fui a mi estante, el de los libros caros y escogidos, importados: de todos esos años de esfuerzo los peces habían dejado sólo dos o tres en pie. Agarré una botella de cloro que tuve que sacudir para que se cayeran los bichos, tomé los libros restantes y los fui aventando al sillón mientras los sacudía para tirar a los peces de plata. Con la mano derecha empecé a llenar todo de cloro.
Vi los libros que había tirado en el sillón. No se podían conseguir aquí y los había tenido que ir comprando, muy de a poco, en los viajes que ahora ya no hacía. Cada uno había sido un boleto de avión, una tarde en una librería, una selección y re-selección para ajustarse al presupuesto, un kilo más en la maleta. Mi Auden había caído abierto; cuando me di cuenta los bichos ya habían devorado casi toda la hoja. Quedaba sólo un último verso sobre el tiempo y los leones.
Pude sentir el primer pez de plata correr sobre mi pie. Se ponía el sol y los peces trepaban por el librero, por el sillón, por mis piernas hasta llegar al libro que tenía en la mano. Antes de empezar conmigo terminaron con mi Cummings. En una página, ahora suelta, estaba la respuesta que Mariana me había pedido: sí es un mundo & en este mundo de sí viven (hábilmente enroscados) todos los mundos.