Triunfo / derrota

 No fue triunfo ni derrota.

Fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy.

 

En segundo de secundaria, a mis quince años, una maestra nos preguntó cuándo había nacido México. Nuestras respuestas, indoctrinadas por el sistema educativo de los noventa, se fueron a lo que recordábamos del Preclásico y los Olmecas y el método de tumba y siembra.

—¿Pero ustedes hablan alguna lengua indígena? ¿Alguno de ustedes le reza a Huitzilopochtli?

—Entonces el 15 de septiembre de 1810 —negativa con la cabeza.

Ofrecimos, inciertos, el día que se firmó el tratado de Independencia con España, el 20 de noviembre de 1910, el día que se proclamó la constitución más reciente. A todos la misma respuesta: no. Así empezó nuestra maestra de geografía a hablar de las características geográficas del país: antes de empezar a dictar cifras de límites territoriales y extensión geográfica, nos habló de Tequipeucan.

Esta maestra era famosa porque  invariablemente le pedía a todos sus alumnos que le entregaran una foto de ellos frente al cartel de la Plaza de las Tres Culturas. "¿Cuántos de ustedes han ido a Disneylandia?" hacía una pausa en la que todos los presentes alzábamos un brazo. "¿Y a Tlatelolco?". Entonces venía la tarea: visitar ese lugar tan importante para nuestro país y tomarse una foto como prueba de que en efecto habíamos ido.

En ese momento no tenía mucho sentido: era todo parte de una clase donde la maestra, famosa por divagar, traía a colación cualquier cosa que le interesara, aparentemente tan desarraigados esos temas de la clase como las reflexiones de futbol americano del maestro de literatura inglesa. Pero ahora, con mis apuntes bien conservados en mano, le veo sentido. El temario dictado por la SEP era sobre la geografía de México, y ella elegía empezar el bloque hablando del verdadero nacimiento de México y terminar hablando sobre la frontera con Estados Unidos, serpenteando por la carta del Conde de Aranda al Rey de España cuando España apoyó la independencia estadounidense, donde le advirtió que esa nación pigmea “mañana será gigante y después un coloso irresistible en aquellas regiones”, sugiriéndole el diplomático a su Rey que independizara a sus colonias americanas para hacer frente a Estados Unidos antes de que le apañaran todo. En medio de las clases sobre remesas y fugas de cerebros y tráfico de armas y la historia de las Islas Coronado llegó el día que, como todos mis compañeros, y como lo había hecho ya mi hermana mayor, hice mi peregrinación a Tlatelolco a tomarme esa foto.

 

 

No recuerdo mucho de Tlatelolco. Recuerdo una explanada, una iglesia, una pirámide a medio excavar. Recuerdo más la sensación oprimente y el pánico, entre los edificios, viendo los muros cacarizos de balas, allá en el 2012 cuando marchamos por la democracia mexicana y partimos desde ahí. El miedo—el pánico acumulado de tantos testimonios del 2 de octubre—aterrizó en el concreto agujereado y yo miraba los helicópteros que sobrevolaban con un pánico heredado. Pero entonces, en el 2003, no era los edificios lo que había que retratar. Cuando la maestra comenzó a hablar de Tlatelolco y a preguntarnos por qué nos debería dar horror esa palabra, alcanzamos a contestar que por la matanza del 68, y de nuevo negó con la cabeza.

 

Tlatelolco era el mercado: el mítico mercado que asombró a Hernán Cortés, donde podía caminar de una esquina a otra descalzo sin que se le ensuciara la planta del pie. En mi mente es aquella maqueta en el Museo de Antropología e Historia puesto atrás de la Piedra del Sol. Ese tianguis ordenado, donde cada vendedor despliega en su petate comida, herramientas, instrumentos, animales vivos y muertos y un tameme al fondo carga algo mientras un juez o algún otro protoburócrata vigila que no haya disputas. Eso es lo que veo cada vez que pienso en Tlatelolco, aunque quizá multiplicado por cien o por mil. También recuerdo las palabras de mi maestra de historia, que aseguraba que, a diferencia de los mercados europeos, insalubres y desordenados, los mercados prehispánicos estaban perfectamente divididos por zonas dependiendo de lo que se vendiera. "Como ahora las calles del centro", nos dijo, aunque nadie de ahí sabía que si quieres comprar maquillajes tienes que ir a República de Colombia o que Isabel la Católica, cruzando Allende, se vuelve el mundo de las quinceañeras.

Pero lo cierto es que Tlatelolco no era sólo un tianguis grandote. Pienso en la Central de Abastos y en las cantidades inconcebibles de comida que se mueven cada día, y pienso también en Wallstreet y en las complejidades económicas que llegan a los centros. En el mercado de Tlatelolco no sólo se vendían los jitomates nuestros de cada día, sino que también era una zona de intercambio importante donde confluían los pueblos Navajo y la cultura Inca. Un amigo me recuerda que eso de Mesoamérica es un mito inventado para dividir a las culturas prehispánicas del centro y sur de México de las culturas que se establecieron más al norte (en lo que en la primaria nos enseñaron se llamaba "Aridoamérica"), con motivos políticos más que geográficos o históricos. Hay que recordar que antes de 1492 las personas que vivían en este continente malnombrado por un explorador florentino como suyo tenían unas inmensas y sofisticadas redes comerciales, las mismas que nos trajeron los camotes y los cacahuates domesticados en Perú y que repartieron el chile por todo el continente. Tlatelolco tiene que haber sido como una gran Roma, o mejor aún, una gran Constantinopla: no sólo el poder político más importante de esa región, sino un centro económico donde confluían dos partes del mundo. En el caso de Constantinopla, Europa y Asia, y en el caso de Tlatelolco, el norte de América con el sur. En uno confluían la seda china y la pimienta india con el oro africano y las pieles rusas y los granates checos, y en el otro coincidían las plumas tropicales con la lana andina, el algodón con las pieles de bisonte, la plata del Potosí con las turquesas de los yutes, todos habiendo recorrido kilómetros y culturas y habiéndose cambiado por cuentas y cinturones y caracoles y cacao. Era quizá un lugar, como Bizancio, donde distintos gobernantes podían firmar acuerdos internacionales auspiciados por el espíritu urbanizador que infundía ese ombligo comercial.

 

Mi relación con ese centro geográfico empezó el 18 de marzo del 2003, me dicen mis apuntes. Ahí dice "13 de agosto de 1521", seguido de "se retiran —> los capturan", "los mexicas se quedan sin líder", y, con letras grandes y subrayado y con dos estrellitas de colores para resaltarlo, "Derrota de América". Hernán Cortés llegó a Tenochtitlan, al ombligo de la luna y centro de la civilización mexica. Lo recibieron, junto con sus hombres, como grandes invitados. Luego Cortés fue a Veracruz y cuando volvió a Tenochtitlan todo había cambiado: ahora eran prisioneros non gratos y tuvieron que huir de la ciudad. Entonces comenzó el ataque: sitiaron Tenochtitlan y dejaron sin comida ni agua a una ciudad llena de moribundos por viruela. Y entonces entraron al ataque: entre ríos de cuerpos y sangre que corrían entre un pedazo de tierra y otro, Cuauhtémoc inició la retirada y llegó hasta Tlatelolco. Ahí lo capturó Cortés y se rindió todo el imperio mexica.

No sé en qué momento aprendí que el 13 de agosto era San Hipólito, y que era una de las fiestas más importantes durante la Colonia. Me sorprende que no le hayan puesto el nombre de ese santo a toda la ciudad, aunque sí se construyó una iglesia a este santo en el lugar de la noche triste, misma que tiene un relieve de un águila levantando a un indio entre sus garras para mostrar cómo meses después terminó por triunfar España.

Y es que México, el país que ahora llamamos México, empezó definitivamente ese 13 de agosto. Como dicen mis apuntes, ahí cayó América. Después de la resistencia que ofrecieron los mexicas nunca hubo otra verdadera resistencia. Pasado el 13 de agosto, ya todo era inevitable.

 

Llevo varios años—quizá no desde el 2003, pero casi—recordando, cada 13 de agosto, la inscripción con la cual me hicieron tomarme una foto. La pongo, cada año, en Tuíter o en Facebook. El 13 de agosto de 1521, heroicamente defendido por Cuauhtémoc, cayó Tlatelolco en poder de Hernán Cortés. No fue triunfo ni derrota. Fue el doloroso nacimiento de la nación mestiza que es el México de hoy. Veía, año con año, aproximarse este tan gran aniversario de quinientos años, y me emocionaba mucho más que el bicentenario de la independencia o el centenario de la revolución. Llevaba años pensando qué haría yo el 13 de agosto del 2021.

Recuerdo vagamente el 12 de octubre del 92. Yo iba en el kínder cuando tres grandes barcos con cruces rojas en las velas navegaron por el pasto. Era por Cristóbal Colón, nos dijeron, pero el año siguiente no volvieron esas naves, y no fue hasta años después que hice cuentas y descubrí que ésas habían sido naves de aniversario. Supongo que hubo más eventos, seguramente en todo el mundo. ¿Pero realmente es un día para celebrarse?

Y ahora veintinueve años después, tan deconstruidos que ya no celebramos el 12 de octubre (recuerdo en lugar de aprender sumas y restas contemplar ese océano eterno e ininterrumpido de días que era el calendario de octubre, el único mes del año donde no había feriados), sabemos que no hay que celebrar el 13 de agosto. ¿Pero qué sí podemos hacer?

 

Con mi esforzado afán de no enterarme de nada que pase en el mundo real, descubrí que estaban haciendo una reproducción del Templo Mayor (el Templo Menor, lo llamó mi hermana) en el Zócalo apenas una semana antes del 13. El propio 13, me dije, publicaría este ensayo sobre la fecha. Y como no lo escribí, decidí pasar el 13 recordando la fecha mientras escribía. Y sin embargo se volvió un día como cualquier otro en el que fui a cenar con una amiga, aunque me pareció adecuado ponerme unos aretes hechos por las manos de la resistencia a la colonia que todavía perdura en las personas originarias que venden artesanías para subsistir. Durante toda la cena pensaba "hoy es 13 de agosto" pero no dije nada. ¿Qué hubiéramos hecho? ¿Brindar? ¿Celebrar? ¿Discutir? Varios artículos suscitaron en la mesa familiar discusiones acerca del indigenismo y críticas a ciertas posturas. Pero en ese momento no quise decir nada. Mi hermana, después de visitar el Templo Menor, llamó a aquella maestra para recordar juntas. Yo, que ya lo había pensado pero no tenía su teléfono, me di por vencida.

Mientras se acercaba este aniversario recordaba la frase escrita en esa placa. Frase que he memorizado, y que cada vez me parece tan atinada. ¿Qué hacer con el 13 de agosto? Está la postura colonial que declara que las naciones originarias eran sangrientas e incivilizadas, donde un águila—con razón—alza a un azteca para destriparlo, por malo. Una visión colonial donde todavía se usa (como en la ficha del Templo de San Hipólito) la palabra “indio”, y donde esa palabra es además un insulto, donde los españoles son “los buenos” que vinieron a “salvar” a los indios, que son malos o por lo menos tontos.

 

 A esta postura le contestó otra, una donde los españoles ahora son los malos, la misma que me he encontrado desde la primaria, cuando en una visita a Palacio Nacional la guía nos dijo que los aztecas medían dos metros y eran pacíficos y perfectos. Otra postura idealizante. Y peor, porque se cree “contestataria” por no seguir la línea de siempre, pero en realidad es igual a la postura anterior. Porque al final sigue jugando con las mismas reglas, las reglas eurocéntricas donde hay buenos y malos, y la bondad y la maldad se mide a partir de estándares occidentales que nada tienen que ver con la gente que vivía aquí hace quinientos cincuenta años.

Pero por lo menos esta postura (que, por cierto, es la postura europea del “salvaje feliz”, donde la civilización corrompe al hombre y la única definición de “civilización” es “civilización occidental”) es un poco menos racista y ahora dice “indígenas”. Y de los “indígenas” pasamos, con el revisionismo histórico, a llamarlos “mexicas” y “tlaxcaltecas” y “totonacas”. Y no es que esté mal precisar el nombre de cada una de las naciones y reinos autónomos, el problema es que esa precisión suele venir acompañada de la idea de que no era un grupo homogéneo de personas sino que había muchas distintas y que se peleaban entre ellas. Y esta idea, que no es mala en sí, nos lleva a la bella conclusión de que los aztecas tenían conflictos políticos con sus vecinos y que estos conflictos le dieron entrada a los españoles. Pero, si extendemos esta reflexión, terminamos igual que Vox, que celebra cómo los españoles “liberaron de la esclavitud” a sus aliados.

Cuando de chica creía que iba a ser bióloga y veía con entusiasmo el Discovery Channel, siempre sufría por las gacelitas que cazaba el león, porque el león era malo. Un día, en medio de la rebelión preadolescente, me dije “bueno, pensemos que el león es el bueno y tiene hambre”, y de repente las gacelas que se escapaban eran las malas. La historia es un poco como ver el Discovery Channel: son cosas que pasan y a las cuales dotamos de sentido dependiendo de nuestras posturas. No entiendo por qué tenemos que imponer esta moralidad falsa, ajena, y lejana a todo lo que vemos: no sólo las gacelitas y los leones sino también a las naciones y culturas que vivieron antes que nosotros. Creer que los aztecas “merecían” que los conquistaran es creer que algo en este universo del caos tiene sentido, y yo al final no creo ni en el diseño inteligente ni que la historia se mueve hacia adelante ni que la línea moral siempre se va curveando hacia “lo bueno”. Así que ni los mexicas merecían que los conquistaran por malos, ni eran buenos y no le sacaban el corazón palpitante ni a una mosca, ni es malo realizar sacrificios humanos para alimentar la máquina de la cosmogonía en la que creían.

No podemos celebrar porque no fue ningún triunfo, pero tampoco fue una derrota. Fue, como dice esa placa llena de verdad, un evento al que no le podemos asignar calidad moral. Podemos ver los hechos, y el hecho es que fue el nacimiento del México de hoy. Pero podemos, sin embargo, calificar esos hechos, y aceptar que es un nacimiento doloroso. Que fue sangriento y cruel y lleno de excesos. Que los españoles mataron y torturaron y violaron y saquearon todo lo que tocaban (no Vox, los españoles no eran los Avengers que iban por el mundo derrotando malos por altruistas. Ni ustedes se la creen), pero que al mismo tiempo sembraron las raíces de la cultura en la que vivimos hoy: el idioma, la religión, la cosmogonía occidental. Aceptar que no es un hecho que podamos deshacer (a menos que viajemos a 1430 y hagamos una campaña masiva de inoculación contra la viruela en todo el continente americano, pero luego hablamos de eso), pero aceptar también que no tenemos por qué pensar en blanco y negro: las cosas no son necesariamente buenas o malas. Pueden ser, y tenemos que aceptar que son dolorosas.

La otra parte de la frase: el nacimiento del pueblo mestizo. Y no es que todos los mexicanos sean mestizos (ni vamos a caer en el ridículo juego de castas donde se clasifican personas como si fueran perros, y eso que ya está gacho clasificar perros). Hay mexicanos de todos colores y con todo tipo de rasgos genéticos, y la identidad no está (ni se puede buscar) en un etnoestado. Tampoco es que los “verdaderos mexicanos” sean mestizos, porque la gente no viene con hologramas de autenticidad, ni que fueran VHS de Disney en los 90. Pero hay que reconocer que el país es mestizo: no es ni español ni europeo ni mexica ni de ningún pueblo originario en particular.

Dice Pablo Neruda, en un texto que no me cansaré de citar nunca, que los conquistadores todo se lo tragaban, que por donde pasaban quedaba arrasada la tierra, pero que (casi sin querer) nos dejaron las palabras. Dice que salimos perdiendo, pero que también salimos ganando. Y termina diciendo que se llevaron el oro pero nos dejaron el oro; que se llevaron todo pero nos dejaron todo. Y para Neruda eso pasa por las palabras, de las que é está enamorado. Neruda puede sonar un poco ingenuo, pero su postura es bastante sincera: ¿cómo no aceptar que destrozaron todo, pero también fundaron un nuevo todo, y que éste es el todo en donde nos movemos, donde vivimos, a través del cual entendemos el mundo? El México de hoy.

 

Sigo sin saber qué hacer con el 13 de agosto. Pienso en el ensayo de Derek Walcott donde ve los rezagos de cultura africana que ahora se exhiben en las tiendas de souvenirs en la mínima nación caribeña de Santa Lucía y lo poco auténticos que le parecen. Habla de artesanías y danzas a las cuales les adjudican cierto valor ritual y queda horrorizado ante la falta de autenticidad: ve estas cosas como una cáscara que intenta imitar algo que se perdió hace mucho tiempo porque las ideas que lo sostenían (el miedo a aquellos dioses en particular) ya no existe. Pero también pienso en lo que dijo veintidós años después, cuando le dieron el premio Nóbel de literatura. Premio, por cierto, que le otorgaron en 1492 como para hacer honor a la fecha, y decidieron dárselo a un poeta americano, y no sólo americano sino caribeño. Y no sólo caribeño, sino negro: descendiente de esclavos en una isla que quedó despoblada por el genocidio que sufrieron los pueblos originarios. Mientras yo veía pasar unas carabelas de oropel, Walcott escribía este discurso y lo repasaba. En este discurso Walcott habla de ver una ceremonia hinduista tan absolutamente desarraigada de la India, y decide que cuando se rompe un jarrón, el amor que junta los fragmentos es más fuerte que el amor con que se veía el jarrón entero. Con ese amor rearmamos nuestros fragmentos asiáticos y africanos (dice Walcott, que habla del Caribe anglófono), fragmentos con los que se restauran las reliquias de la identidad que ahora muestran sus cicatrices. El arte antillano es la restauración de los añicos de nuestras historias.

El 13 de agosto no es para celebrarse, pero tampoco es para armar pirámides de cartón y fingir que seguimos siendo aztecas. Es para recordar, y quizá para guardar un minuto de silencio por todo ese sufrimiento que vino. Tequipeucan, como luego de la conquista se le llamó a Tlatelolco en náhuatl, significa “lugar donde nació la esclavitud”, y nunca podemos pasar eso de largo: las personas que estaban aquí y que murieron de hambre y viruela y torturadas para que dejaran de adorar a sus dioses eran igual de personas que nosotros, igual de personas que los españoles. Eran seres de carne que sufrieron en la carne y seres de alma que sufrieron en lo más profundo de su alma el dolor de un trasplante violento a una realidad ajena. Y las personas que les siguieron, los descendientes que hablan lenguas que no son el español y venden artesanías, también son herederos de ese dolor, del dolor de vivir en un sistema impuesto donde como bien se sabe en este país exaltamos al indio muerto pero ignoramos al indio vivo.

Es un día triste y sangriento, pero es un día que tenemos que reconocer porque ahí empezó nuestro país. Y tenemos que reconocer a México con todas sus cicatrices y sus contradicciones. Porque sólo si asumimos el daño que se hizo y se sigue haciendo a los pobladores originarios dejará nuestro país atrás al dolor que lleva en la historia.