¿Qué es la reescritura?

“Reescribir” es un término muy amplio, tanto que parece difícil de abordar. Para hablar de la reescritura me basaré, principalmente, en textos teóricos de adaptación, sobre todo A Theory of Adaptation escrito por una de mis críticas/teóricas favoritas, Linda Hutcheon[1]. Antes de empezar, también, quizá deba esclarecer que como buena postmodernista, post-bakhtiniana, post- todo, entiendo “texto” más allá de lo que hay en una hoja y uso el término para hablar de películas y otras cosas que se pueden interpretar como si fueran palabras escritas.

La reescritura es una manifestación concreta de la gran nebulosa que es la adaptación. Es difícil encontrar una definición de qué es adaptar, e incluso cuando la hay ésta es demasiado general. Por ejemplo, José Luis Sánchez Noriega se refiere a adaptación como “el proceso por el que un relato, la narración de una historia, expresada en forma de texto literario, deviene, mediante sucesivas transformaciones…en un relato muy similar expresado en forma de texto fílmico”[2].. Sánchez Noriega habla específicamente de la adaptación al cine de un texto literario, pero es difícil encontrar definiciones que no sean de procesos concretos. Linda Hutcheon, que habla de la adaptación como proceso sin importar qué se adapta a qué medio, se rehúsa a darnos una definición. En cambio aborda el problema a partir de ideas: la adaptación es una “remediación” (es decir, cambiar de medio), y también es una “transcodificación” donde se pasa de una serie de convenciones a otras; estas consideraciones parecen apuntar más a pasar una novela a una película y esta película a un videojuego, pero bien podría referirse a el remake de una película de los setenta que se rehace tomando en cuenta las nuevas convenciones (qué esperamos de las películas, cómo hay que hacer los efectos especiales, etc). Es decir, eso de cambiar de medio o de codificación no implica necesariamente cambiar la forma física o textual. Hutcheon, sin embargo, es bastante clara para hablar de lo que no es una adaptación. No es copiar al pie de la letra, sino apropiarse del material que se copia: el éxito de una adaptación no depende de la fidelidad al texto de partida[3].

Una adaptación, para Hutcheon, tiene que ser un texto autónomo por sí solo (y es aquí, y no en su “fidelidad”, donde radica el éxito), y se compone de dos partes: repetición y cambio. La repetición nos da seguridad y en realidad nos encanta que nos cuenten la misma historia una y otra vez, mientras el cambio hace que valga la pena que se cuente de nuevo. Qué y cuánto se cambia depende de las posibilidades tecnológicas de la época, las capacidades imaginativas y económicas del adaptador, y el entusiasmo del público por el texto de origen. Hutcheon señala la diferencia entre una adaptación y fenómenos como fan fiction, historias donde los lectores se dedican a imaginar nuevas aventuras para sus personajes queridos. Dice al respecto que hay una diferencia entre no querer que termine la historia y querer contar lo mismo una y otra vez pero de distintas maneras. Al final del libro termina planteándonos una especie de gráfica, que hizo ecos con un texto sobre traducción que leí hace algunos años y que traía un dibujo de un abanico. En los dos casos se explora la idea de que hay textos más cercanos al original y textos más alejados, y que se van moviendo en una especie de continuo.

La reescritura está situada a la mitad de este continuo, entre el extremo que sería copiar palabra por palabra y lo que Hutcheon llama spin-offs (historias completamente nuevas elaboradas a partir de un personaje y a penas toca lo que sucede en el texto original). Al plantearla justo en medio de este continuum nos indica que la reescritura conserva bastante del texto de origen pero también tiene muchos cambios hechos por el adaptador (digamos, si fuéramos científicos y esto fuera ciencia, que habría un 50% de material que se conserva y 50% que se cambia). Si pensamos en términos legales, una traducción necesita pagar derechos de autor porque es su obra, al igual que lo hace una puesta en escena teatral, o una película hecha a partir de un libro. Estas adaptaciones están más cercanas al original, mientras que otras (llamadas a veces “derivadas”) están tan lejos que hay que encontrar las referencias escondidas (como Hamlet en El rey león o Robinson Crusoe en La vida de Pi). Una reescritura infringe los derechos de autor (pues hay que conservar la propiedad intelectual, ¿no?), pero si no hubiera un cartelito diciendo “basada en…” pocos se darían cuenta de su origen. Las reescrituras cambian el final, nos cuentan la infancia de algunos personajes, pasan una obra a otra época o lugar, pero permiten que la trama se desarrolle igual o casi igual. Creo, sin embargo, que para poder llamarse “reescritura” el nuevo texto tiene que cambiar el original de alguna manera.

 

¿Por qué reescribimos?

 

En 1967 Roland Barthes mató al autor, y desde entonces la crítica literaria se ha separado mucho del creador del texto. Antes era válido preguntarse cómo influyó la biografía de un escritor en una obra, o “qué quiso decir”; ahora los textos se suponen objetos completamente separados de sus creadores, y las pistas para decodificarlos están en el mismo texto o en otros. Hutcheon, sin embargo, propone que la adaptación le quita el peso al texto en sí (ya que existe aparte del adaptador) y regresa la atención al creador, pues vuelve a ser válido preguntar “¿por qué lo hizo?” y “¿por qué lo hizo así?” cuando sabemos que existen otras maneras de hacerlo.

Hutcheon plantea la pregunta de por qué nos gusta adaptar pero no la contesta del todo. Y es aquí donde intervengo. Hutcheon insiste siempre en nuestro amor por la repetición y la innovación, y esto invariablemente me hace pensar en el juego. Jugar es una actividad que no es exclusiva de los seres humanos (los chimpancés tienen muñecas de palitos y los leones bebés se pelean de broma), y que cada vez se estudia más como fenómeno de la mente; algunos juegos sirven como preparación para actividades futuras, para forjar lazos dentro de una sociedad, pero sobre todo por el simple hecho de que son divertidos. Más allá de la función del juego, se ha demostrado que jugar sirve para formar y reforzar conexiones neurológicas (es decir, para aprender). No somos el único animal que juega, pero sí el que juega más. Jugar nos permite explorar el mundo y plantear posibilidades. Al ver a un niño aprender notaremos que primero repite la actividad un par de veces de la misma manera que se la mostramos, y cuando se da cuenta que tiene un dominio suficiente empieza a proponer variaciones de la actividad. Cuando aprendemos un idioma nos enseñan frases hechas que repetiremos un par de veces, y al ver que el maestro nos sonríe intentamos cambiar algo de la estructura o las palabras para probar si entendimos bien.

Cuando llegaba el momento de entregar el trabajo final siempre agradecía a los maestros que nos dejaban temas establecidos en lugar de decirnos “escriban sobre cualquier cosa vista en clase”. También me pasó lo mismo cuando, intentando escribir poesía, escogía hacer sonetos en lugar de verso libre. Creo que es más fácil ser creativo cuando se tiene un marco limitado, pues la libertad absoluta requiere mucha disciplina para domarla. Las formas rígidas preestablecidas también permiten jugar con ellas y pueden convertirse en un juego del ingenio, y creo que ésa es otra razón detrás de la reescritura.

Creo, firmemente, que la reescritura es un ejercicio de amor. Cuando amamos algo nos queremos vestir lo más posible de eso, queremos que sea tan parte de nosotros que lo podamos habitar. La reescritura parte de este amor: primero repetimos el texto algunas veces, releemos y volvemos a ver la película, pero llega un momento en que la copia nos cansa, y de la misma manera que como aprendemos a amarrarnos las agujetas, cuando sentimos que ya dominamos el texto nos empieza a dar ganas de querer alterarlo de alguna manera. También tiene mucho de la eterna curiosidad humana: queremos explorar el texto y el universo que nos propone, descubrir sus fronteras y pasearnos por sus límites. La reescritura es, no un ejercicio sino un juego de amor, pues queremos simular nuevos escenarios en eso que tanto nos gustó.

 

Pero la reescritura no siempre es inocente; puede partir del amor por un texto pero no siempre da un resultado amoroso. Pienso en Wide Sargasso Sea, una novela de Jean Rhys donde toma a un personaje de Jane Eyre y lo reconstruye. En la novela clásica inglesa Jane trabaja en la casa de Rochester, que parece estar habitada por un fantasma. Cuando ella y Rochester se van a casar llega un testigo a detener la boda, pues Rochester está casado con una mujer loca que tiene encerrada en el piso de arriba, y quien está obsesionada con el fuego. Menciona, también, que es una criolla del Caribe. Jean Rhys, nacida en esa Dominica, escribió una novela contestataria donde se narra la infancia de esta mujer, que llama Antoinette Cosway, y nos deja ver el maltrato a la que la sometió Rochester, cómo le quitó su fortuna y la orilló a la locura, culminando en un viaje en barco que ella misma no reconoce. Así, Rhys transforma la novela original, pues señala el discurso racista y machista implícito en el texto. Charlotte Brontë hace que Cosway sea responsable de todo el mal de Rochester, y Rhys regresa la culpa a Rochester al mostrar el “verdadero” proceso detrás de la locura de su mujer (que en el texto original se explica diciendo que ella es del Caribe y por lo tanto está loca, y además atrapó tramposamente a Rochester al casarse con él).

La reescritura permite jugar dentro de los límites propuestos por un texto, pero también nos da la oportunidad de cambiar el texto de origen. Hutcheon dice que para que una adaptación sea buena no basta con señalar los momentos en los que se aleja o se acerca del original: el problema no está en la fidelidad. Para ella una buena adaptación tiene que ser una obra autónoma, capaz de existir por sí misma sin el conocimiento previo de la obra adaptada. Ella misma cita a un crítico que afirma que las adaptaciones deben subvertir al original[4], y aunque no estoy de acuerdo totalmente con tal declaración (y Hutcheon tampoco), sí creo que tiene algo de cierto. La reescritura está justo en el lugar adecuado, al separarse lo suficiente pero no demasiado del original, para ser el tipo de texto que puede cambiar la obra de partida. Creo que una buena reescritura, además de poder existir libremente por el mundo, tiene que hacernos ver lo reescrito con una nueva mirada, nos tiene que aportar algo que el primero sugiere pero no explora. Pienso, por ejemplo, en cómo la nueva serie de la BBC Serlock me ha hecho ver lo estrecha que es la amistad entre Watson y Holmes, cosa que está sugerida en los cuentos pero no encarnada como lo hacen Martin Freeman y Benedict Cumberbatch. No concuerdo con eso de “subvertir” al original porque no siempre es necesario, como en el caso del detective inglés. A veces basta con alumbrar las esquinas oscuras para que la próxima vez que nos metamos en el cuarto desordenado que es el texto de partida nos acordemos de mirar hacia arriba y fijarnos en el estucado que nunca se nos ocurrió podía estar ahí.

 

Ésta es una pregunta que se aborda mucho con respecto a las adaptaciones de literatura al cine, ya que trae varios problemas, el principal las hordas de fanáticos que leyeron los libros y nunca quedarán satisfechos porque ellos imaginaron las cosas de otra manera. Por otro lado, las adaptaciones tienen la gran ventaja de que, precisamente por los libros, es más probable que les vaya bien comercialmente. Las reescrituras, creo, funcionan menos en función del público y más alrededor

 

[1]{C} Linda Hutcheon. A Theory of Adaptation. Nueva York, Routledge, 2006.

[2] José Luis Sánchez Noriega. De la literatura al cine. Teoría y análisis de la adaptación. Barcelona, Ediciones Paidós Ibérica, 2000.

[3] Como indica Robert Stam en Literature and Film (A Guide to the Theory and Practice of Film Adaptation), eso de hablar de “infidelidad” de un texto nos hace parecer mojigatos, y cuando decimos que “traiciona” al original le estamos dando connotaciones éticas.

[4]{C} Keith Cohen con respecto al director Sergei Eisenstein en Eisenstein’s Subversive Adaptation, Peary and Shatskin, 1997.