Límites

Mi mamá nos contaba, cuando éramos chicas, de la vez que la acosaron. Nos habló de ese incidente un par de veces, sin dar demasiados detalles. Lo que no nos contó es cuánto tiempo duran esos contactos.

 

La primera vez que me quitaron mi cuerpo yo tenía 18 años. Llovía. El metrobús estaba llenísimo, tanto que dos estaciones antes me bajé de mi asiento para poder llegar a la salida antes de mi parada. Ésa era la época que yo me vestía, a mi parecer, mal. Jeans y playeras. Me acuerdo que cuando terminó la cita a la que iba las calles estaban tan inundadas que los charcos invadían, a mareas, la banqueta. Pero para ese entonces ya había pasado.

Yo siempre he sido muy ingenua. Siempre supongo que la que estoy mal soy yo. Cuando sentí esa tibieza inconfundible pensé que era a causa de la multitud del vagón, hasta que me di cuenta que no sólo me tocaba, sino que se movía con un ritmo propio. Intenté moverme a la derecha, a la izquierda. Pero la tibieza me seguía. Intenté entonces volverme, ver al dueño de ese otro cuerpo que ahora me empujaba, encararlo. Pero, como sombra, se movió conmigo. Cuando por fin llegó mi estación me bajé, intenté reconocer al agresor entre la multitud, sin éxito.

 

Cuando tenía 20 años caminaba muy cerca de mi casa. A menos de una cuadra. Tenía una falda amarilla con holanes que me había puesto con una blusa negra. Me sentía disfrazada de abejita, y eso me daba mucho gusto. Iba escuchando música y bailando, porque me daba todavía más gusto escuchar música. Estaba yo en plena universidad: descubriendo nuevos amigos que me pasaban nueva música, atreviéndome a vestirme como se me daba la gana, empezando a querer mis piernas y mi escote.

De repente una mano me agarró, por debajo de la falda, una nalga. Mi primera reacción fue gritar “¡Édgar!”. Édgar es uno de mis mejores amigos, con el que tengo una relación sumamente cercana; alguien que, de broma, sería capaz de meterme la mano a la falda.  Cuando me di la vuelta un muchacho corría, ya a media cuadra de mí. Lo primero que me sentí fue estúpida. Yo sabía que Édgar estaba de vacaciones en la playa. ¿Por qué pensé que era él?

Seguí caminando hacia mi casa, y entonces llegó lo demás. Ese muchacho me había seguido mucho tiempo. Ese día aprendí a sentirme insegura incluso en mi propia cuadra, en mi propia calle. También me quedé pensando: ¿qué había ganado él? Me tuvo que seguir un rato largo, por una calle vacía. Se tuvo que acercar lo suficiente sin que me diera cuenta, agacharse, doblarse todo para poder ejecutar la maniobra, temiendo que me diera vuelta en el momento menos afortunado. Claramente se desvió de su camino, porque salió corriendo para el lado contrario. ¿Tanto esfuerzo para qué?

 

Por esas épocas también empecé a ir a la universidad en bicicleta. Con mis minifaldas, mis escotes. Me metía en sentido contrario, en carriles que no me tocaban. Iba más lento de lo que los carros hubieran querido. Pero eso da igual, porque aprendí que en esta ciudad todos odian a las bicicletas. Una amiga una vez me contó que vio un camión lleno de hombres que iban muy felices. Cuando quiso investigar por qué estaban tan sonrientes, vio que yo iba con mi bicicleta: así, con mi escote y mi minifalda, esos señores se entretenían de lo lindo.

Pero las cosas cambiaban cuando me acercaba a los coches: a poca distancia bajaban el vidrio y me gritaban cosas. Me decían que tenía bonitas piernas, pero no lo decían con el gusto con el que esos tipos me veían desde un camión. Lo decían enojados.

 

Así, con la bici, aprendí lo que me habían querido enseñar esa noche en mi calle.

 

El otro día quedé muy bien. Me encantó mi combinación de ropa, mi maquillaje. Lo hice, como se ha señalado tanto, no para seducir a un hombre sino porque me gusta. Para sentirme bien con mi cuerpo, con mi cara. Porque estar cómoda con una es la mejor manera de estar en el mundo. En el transcurso de 15 minutos, caminando, dos tipos sentados en la banqueta dejaron de hablar entre ellos para decirme que estaba muy guapa. Varios hombres bajaron el vidrio. Me chiflaron. Me dijeron cosas. Muchos hicieron comentarios sobre mis piernas. ¿Y yo? Con los audífonos puestos, fingía no escucharlos, no hablar español, no entenderlos. No mirarlos a la cara, porque nada se gana.

Lo más agresivo fue el que bajó el vidrio para gritarme “¡güera!”.

 

Y sí, en efecto soy güera. Pero eso ya lo sé. También sé cuando uso minifalda. ¿Por qué me lo repiten? Una vez, cruzando una banqueta al lado del Museo de Antropología, unos tipos me gritaron “¡gorda!”. ¿Por qué?

 

Cada uno de esos gritos me recuerdan a lo que aprendí la misma noche que aprendí a tener miedo en mi calle. Cuando un hombre me dice esas cosas, así, con ese odio y esa ira, no es porque les parezca guapa. Es porque me quieren delimitar.

Cada grito es un anuncio “ni creas que puedes invadir mi espacio”. Porque claro, el espacio público es de los hombres. Porque una mujer, sola, invade su espacio. Cada grito que finjo ignorar es más de lo mismo: hombres diciéndome que se sienten inseguros. Porque en este país con su racismo les incomoda que una mujer rubia salga a caminar por la calle. Porque en este país con su machismo les incomoda que una mujer se ponga minifaldas. Porque el espacio es suyo y yo lo invado con mi sola presencia.

 

Me acuerdo de la cara de odio de los taxistas cuando me pasaba, en sentido contrario y muy cerca, con la bici. No me querían decir “¡oh, qué hermosa eres!”, ni “¿quieres ir por un café?”. Me querían decir, con cada “¡güera!”, con cada “qué buena estás” húmedo y en mi oreja, con cada “mamacita” susurrado “acuérdate que eres mujer. Acuérdate que no tienes permiso de hacer esto. Acuérdate que te va a salir muy caro, porque un día que no esté tan de buenas te voy a violar”.

 

Cada agresión (que podría llamarse “piropo”, que podrán decir que me estaba buscando con mi manera de vestir y con el simple hecho de ser mujer en esta ciudad —en este país­— machista) es una manera que tienen los tipos de la calle para decirme que ese espacio no me pertenece.

Eso lo aprendí con el tipo que me siguió dos cuadras para meter la mano debajo de mi falda: no me quería decir que se enamoró de mí, me quería demostrar que no tengo derecho a ir por la calle bailando, porque la calle no es mía sino suya y él manda.

 

Hay cosas que, por más que una quiera, no se pueden enseñar. Mi mamá, por ejemplo, quiso enseñarnos, pero no pudo. Porque no hay manera de describir cómo cada mano que te toca sin que des permiso se queda contigo para siempre.

Un poco después del incidente de la falda me subí al metro, al vagón de hombres. Era de día y no había tanta gente, pero tampoco tan poca como para que yo me pudiera mover cuando sentí de nuevo una presencia tibia. Me moví lo que pude. Salí corriendo. Fueron pocas estaciones y luego tuve que hacer trasbordo. Cuando me bajé del vagón sentí mi piel húmeda contra la ropa. Jamás sabré si esa humedad era sudor mío.

Lo que nadie te enseña, que tienes que aprender sola, es que ése será el trasbordo más largo de tu vida. Te dará asco sentarte, sentir tu propia piel. Llegarás a tu casa, te sacarás la ropa, la lavarás sin mirar qué lavas. Te vas a bañar. Pero nada quita esa sensación, porque el tacto no olvida.

 

El problema no es que me toquen, ni que me griten. Cada vez que ha pasado mi cuerpo deja de ser mío. Me da tanto asco que querría poder quitarme la piel, dejar de sentir la zona tan afectada. No importa cuánta teoría, cuántas lecturas, cuánto empoderamiento femenino, cada mano me hace sentir culpable.

Tengo un cuerpo que me ha tomado años colonizar, a base de minifaldas y escotes y maquillaje. Un cuerpo que me gusta, que me da gusto habitar, donde me siento cómoda. Y cada vez que alguien me grita, cada vez que alguien me toca, el cuerpo deja de ser mío.

 

Y entonces ellos logran lo que quieren. Me castigan por ser mujer. Me castigan por no haberles pedido permiso. Me castigan por haberme creído que tengo derecho a ir por el mundo. Ellos ganan.